Resulta equivocado asumir que el mundo puede agotarse y que es posible llegar a conocerlo en su totalidad. ¿No será, más bien, que el asombro es una disposición antes que una capacidad?
La pérdida de la capacidad de asombro suele relacionarse con el alejamiento de la infancia. Según esta idea, los niños se encontrarían en mejor disposición que los adultos para que la incesante novedad del mundo los sorprenda continuamente; así, al crecer e ir teniendo un mayor conocimiento de las cosas, éstas pasarían a formar parte de lo consabido, de manera que sea cada vez más improbable quedarse con la boca abierta —como no sea en el bostezo sostenido del tedio—.
Pero la falla en esta suposición radica en asumir que el mundo puede agotarse y que es posible llegar a conocerlo en su totalidad. ¿No será, más bien, que el asombro es una disposición antes que una capacidad? ¿Que, ante la inconcebible sucesión de maravillas que puede deparar un instante cualquiera, aun en la rutina más aparentemente insípida, lo único que hace falta para no aburrirse es proponérselo? No habrá, así, quienes estén mejor o peor dotados para sorprenderse por el motivo que sea: lo más asombroso del asombro es cómo está a nuestro alcance, y en qué abundancia inconcebible, apenas nos decidamos a encontrarlo.