Árbol torcido: Henrique Oliveira
Dolores Garnica – Edición 439
El trabajo de Oliveira podría dividirse en dos tipos de acuerdo con sus procesos y soportes: por un lado está su obra monumental y en volumen; por otro está la pintura, ejercicio no tan calculado milimétricamente, sino más bien adscrito al impulso poético instantáneo
Una banqueta quebrada por las raíces de un árbol. Entre el concreto se asoma el delgadito y frágil verde de una planta, como queriendo respirar entre tanto cemento. El muro casi caído carga un grueso tronco que supo cómo ganarle a una construcción que parecía superarlo en fortaleza y permanencia. Y es que a veces, sólo a veces, la ciudad de nuestro tiempo nos permite observar cómo la naturaleza sabe abrirse camino sola, ganándole incluso al progreso, máquina imparable. En ocasiones el árbol tumba la banqueta para recordarnos que los invasores somos nosotros, aunque después lo talemos porque ya tronó el azulejo y semejante “ocurrencia natural” resulta inadmisible. Ésa, la visión del árbol más fuerte, de la fragilidad tramposa e incluso la del talamontes que traemos dentro, son algunas de las muchas sensaciones que nos permite presenciar, en enormes formatos o en pintura, Henrique Oliveira (Ourinhos, Brasil, 1973), el todavía joven que desde hace poco exhibe en los grandes escenarios internacionales.
El trabajo de Oliveira podría dividirse en dos tipos de acuerdo con sus procesos y soportes: por un lado está su obra monumental y en volumen (escultura e instalación) que perfecciona desde el año 2003, cuando regresó a su ciudad y redescubrió creativamente el taller de carpintería de su padre. Son enormes estructuras orgánicas —formas que recuerdan los troncos de los árboles, pero también bulbos o tumores— fabricadas con pequeñas tablas que el artista recolecta de las calles de São Paulo, y después pinta milímetro a milímetro formando brevísimas veladuras; instalaciones que se pueden recorrer por dentro y por fuera, o esculturas en gran formato que suelen intervenir directamente la arquitectura del espacio donde se exhiben. Así, en el Palais de Tokyo en París —exposición catalogada como una de las mejores de 2013 por The Guardian— intervino sus enormes columnas rectas hasta transformarlas poco a poco en gruesos y curvos troncos: una visión reflexiva de nuestras preocupaciones sobre el medio ambiente, pero también sobre la propia esencia de la creación artística y ese trabajo artesanal que muchos añoran en el arte actual. Impresionantes muros donde la madera parece todavía salvaje y libre, incluso un librero (Chest of Drawers, 2013) intervenido con sus tapumes (en portugués “cerca” o “barda”) y una mesa para Mesofagia (2012), hasta convencernos momentáneamente de una invasión natural imparable —quizá tanto como el progreso—: una alterna antropología arquitectónica.
Por otro lado está la pintura, ejercicio no tan calculado milimétricamente como sus volúmenes, más bien adscrito al impulso poético instantáneo, quizá recordándonos la mística de Jackson Pollock. Oliveira toma un lienzo en mediano o gran formato y poco a poco forma líneas y veladuras con los mismos tintes que utiliza sobre su madera, siguiendo esa pulsión que suele transformar sus obras en visiones tan orgánicas como sus instalaciones y esculturas, pero impulsivas, caóticas y despreocupadas: trabajo abstracto para delinear esa otra parte que existe en el artista, la caótica que sigue el dictado de la expresión, producto de sus estudios en poética visual, parte fundamental de la tradición artística brasileña. En 2009, en la ya desaparecida galería Flying Circus de Monterrey, el artista dejó en acrílico sobre tela visiones del norte mexicano: tonos terrosos y azules claros de pinceladas expuestas, incluida Prolapso de canto, escultura que parece salir del muro, uno de sus tapumes que, de nuevo, vence al concreto. m
En la web
:: Proceso de un tapume (video).