Antonia Ávalos: transformar el dolor
Katia Diéguez – Edición 498
Se fue de México para escapar de la violencia machista y en España tuvo que enfrentar el racismo y la discriminación. Salió adelante y fundó Mujeres Supervivientes, una organización que apoya a mujeres que han tenido que volver a comenzar su historia desde cero y las acompaña en la exigencia de una vida digna, como la merecen todas
El feminismo de Antonia se gesta desde el amor. Nace en los platos de lentejas que sirve junto con sus compañeras para otras mujeres, pasa por la forma en la que escucha a todas las personas que llegan a su asociación y se extiende hasta la forma en la que exige respeto para ella y para todas las que migran desde hace más de una década.
Su camino, que ha sido largo, es el de una mexicana que migró a España huyendo de una relación violenta y que logró, con ayuda de muchas otras mujeres, transformar su dolor en una lucha política y social para que ninguna otra mujer camine sola, sea cual sea su historia.
Antonia escucha a todas las mujeres que se acercan a ella. Les hace preguntas y les ofrece un plato de comida y un espacio seguro. Pero también alza la voz. Resiste en la pandemia, resiste ante la ultraderecha española y resiste ante la violencia, esa que la llevó a migrar y a buscar una vida mejor para ella y para su hija.
“Es verdad que aquí [en España] ha crecido mucho el feminismo gracias a que nosotras [las latinas] limpiamos las casas, cuidamos a sus enfermos; sin papeles, sin reconocimiento, explotadas, abusadas. Queremos ese respeto y esa dignidad”, grita Antonia en una manifestación en Sevilla, España, en 2020.
Su voz es fuerte y sus palabras, contundentes. Contrastan con la ternura y el silencio casi completo con el que escucha a las más de 650 mujeres que llegan cada año a la asociación Mujeres Supervivientes, que fundó hace 13 años en Sevilla y que opera en la Casa Grande del Pumarejo, un edificio autogestionado por el barrio.
La asociación es un espacio que ofrece comida, asesoría, talleres, intervención directa y acompañamiento a todas las que lo necesiten. Es un refugio seguro para que ninguna mujer camine sola durante su proceso de migración y adaptación. Es un abrazo sororo.
Ese vaivén entre la rabia y la ternura es lo que ha mantenido firme a Antonia en su feminismo, en su activismo y en sus ganas por seguir luchando contra las múltiples violencias a las que se enfrentan ella y las mujeres a su alrededor. “Yo tengo una herida y un dolor muy grandes, pero los transformé en lucha política”, dice.
Antonia Ávalos nació en Guanajuato, pero gran parte de su vida la hizo en Xalapa, Veracruz, donde estudió, se casó y se divorció. Tiempo después se mudó a Aguascalientes y fue profesora en la Universidad Autónoma de Aguascalientes.
Dejar México y migrar a España no fue algo deseado o soñado; tampoco estaba en sus planes. Europa se convirtió en la alternativa para huir, junto con su hija, de quien alguna vez fue su marido. Antonia vivía una relación de maltrato y abuso que la orilló a buscar alternativas para escapar.
“El padre se había ido a Estados Unidos de mojado, pero por mucho tiempo no sabía realmente dónde estaba y siempre tenía el temor de que volviera para llevarse a la niña o hacerme algo a mí. Fundamentalmente fue eso: poner mar de por medio y que me dejara en paz, que no me torturara, porque además era un miedo, pánico, porque los que te dicen que van a hacer algo, lo hacen”, cuenta.
Con una hija de 10 años, algo de dinero ahorrado y la carta de aceptación al Doctorado en Estudios de Género en la Universidad de Sevilla, Antonia se mudó de continente en 2007.
¿Cómo fueron tus primeros días al llegar a una ciudad completamente nueva?
Fue horrible, porque tenía muy muy poquitos recursos y con el cambio de dinero… pues es horrible. Llegamos como una semana a un hostal, pero fue un dineral porque me cobraban en esa época 50 euros por noche.
Después, estuve pidiendo ayuda en las iglesias, hasta que me fui de okupa a una casa que estaba abandonada y que iban a vender. Un amigo del dueño nos dejó estar ahí a mi hija y a mí, creo que estuvimos como un año. Nosotras vivíamos en la parte de arriba, y en la parte de abajo vivían prostitutas, gente que se drogaba y eso. A mí me daba mucho miedo, yo ni dormía por estar cuidando a mi niña.
Tiempo después me mandaron un dinero de México y, junto con el poquito que yo tenía, alquilé una habitación. Luego luego, al llegar, yo tenía que ir a la universidad a acabar de inscribirme, ir a tomar mis clases, y a mi nena la dejaba en una biblioteca que estaba ahí, al ladito de la Universidad de Sevilla. La dejaba desde muy temprano con un zumito y unas galletitas, con sus muñequitos de peluche. La dejaba ahí, me iba a la universidad y después la recogía.
Estuvo yendo a ese lugar como un mes, pero las personas que trabajaban en la biblioteca empezaron a ver que la niña estaba sola, en lugar de estar en el colegio, y que se quedaba ahí toda la mañana, que “la abandonaba”.
Una trabajadora social vio a la niña se le acercó, le preguntó por su madre y le dijo que tenía que hablar con ella de forma urgente. Al día siguiente, la niña fue admitida en el colegio, por lo que ya no fue necesario dejarla en la biblioteca, y Antonia no pudo hablar con la trabajadora social. En un primer momento pensó que quizá le habría ayudado, aunque la realidad hubiera sido otra: tiempo después, sus amigas migrantes le explicaron que ese tipo de charlas con las trabajadoras sociales detonan las alarmas en el Estado y provocan el inicio de procesos judiciales para quitarles los hijos a las personas migrantes que no cuentan con trabajos ni viviendas estables.
“Si la hubiera llevado [de nuevo a la biblioteca], me la habrían quitado porque yo todavía seguía en la casa okupa, no tenía trabajo. Pero yo no lo sabía. Me hubieran destrozado la vida”.
Violencia cotidiana
Las violencias sistemáticas contra las mujeres han sido una realidad en México desde hace décadas, pero fue a partir de los feminicidios en Ciudad Juárez, a finales de los años noventa, cuando las alertas empezaron a sonar para la sociedad y para las autoridades. Sin embargo, no se detuvo, al contrario: se recrudeció y ya ha alcanzado a niñas y a adolescentes, principalmente en casos de violencia familiar, trata y feminicidios. La violencia existe para todas, principalmente dentro de los hogares.
Este contexto de violencia lleva a muchas mujeres a migrar junto con sus hijos, tal como fue el caso de Antonia. Y aunque siguen siendo más los hombres que salen del país, en 2020 se contabilizó que las mujeres representan 48 por ciento del total de mexicanos migrantes. Según el Instituto Nacional de las Mujeres, México ocupa el puesto número cinco de países de origen con el mayor número de mujeres migrantes en el mundo. Por cercanía, la mayoría se muda al norte de América, a Estados Unidos y Canadá, pero 38 por ciento de las mexicanas que viven en el exterior está en Europa, siendo España el principal país por la facilidad en cuanto al idioma.
Para Antonia, aquella cita con la trabajadora social habría sido uno de sus primeros acercamientos con las autoridades. Uno de muchos en los que enfrentaría discriminación y violencia, mismas que vivió en algunas organizaciones de ayuda donde incluso la cuestionaban por migrar con su hija, la amenazaban con quitársela y la señalaban por su situación migratoria.
“Yo vivía en un estado de alerta, de miedo, de angustia. Cuando una amiguita invitaba a mi hija a comer saliendo de la escuela, yo le decía: ‘Sí, mami, comes bien’. Y luego ella me decía: ‘Mami, qué crees, que a las seis de la tarde te dan una meriendita’; les daban como una lechita con chocolate y unas galletitas. Y eso le sorprendía mucho”, narra.
Combinando sus clases y el cuidado de su hija, Antonia fue consiguiendo trabajos como trabajadora del hogar y cuidando personas. Hasta que conoció a otra mujer migrante, quien la invitó a trabajar en una organización para la defensa de los derechos de las mujeres. Ése fue el espacio detonador en donde conoció a más mujeres, con quienes finalmente fundó Mujeres Supervivientes en 2012.
¿Por qué iniciaste con Mujeres Supervivientes?
Ya llevaba como tres años [en España] y ya tenía una conciencia social de que éramos migrantes, de que no confiaban en nosotras, de que necesitábamos recursos y tal. Dijimos: “Nosotras vamos a generarnos recursos y apoyos”. Ya conocía a colombianas, argentinas, mujeres de Europa del Este, de muchos lugares. Dijimos: “Vamos a hacer una asociación”, y la hicimos paralelamente con un comedor comunitario, porque estaba la crisis económica muy fuerte y no sabíamos qué comer, no teníamos qué comer.
Mujeres Supervivientes era fundamentalmente un deseo de hablar por nosotras mismas. Era la respuesta natural a nuestras necesidades, a nuestros desasosiegos, a nuestros dolores. Es la respuesta a todo eso que estábamos viviendo.
Y, claro, hemos ido evolucionando, pero la semilla es ésa: cómo hacemos para ser escuchadas, para llegar a este recurso, para llegar a esa posibilidad, para decir cosas que no nos gustan, que nos lastiman, que nos duelen, como la violencia estructural, pero también como la violencia cuando vas a limpiar una casa, en la ley de migración; la que viven las mujeres que no pueden denunciar porque no tienen documentos; cuando no tienes para comer.
Y no es que organizarnos sirva para cambiar absolutamente esa realidad, porque no ha cambiado, vivimos igual o peor, pero tenemos una conciencia que nos ayuda a politizar ese sufrimiento y a canalizarlo.
La gente lo primero que necesita es cariño, pero lo primero que le piden son los papeles. Por eso somos tan fuertes, porque se crea esa comunidad, esos afectos.
¿Con qué iniciaron, qué recursos tenían?
Iniciamos y hemos seguido con lo que cada una pueda aportar, algo de comida y acompañarnos. Después hemos pedido apoyo del gobierno, que se ha mantenido en algunos años más que en otros, pero resistimos y nos apañamos. Somos supervivientes, conocemos la violencia, tenemos experiencia y nos acompañamos en todo lo que vamos aprendiendo. Con o sin subvenciones, para nosotras es parte de nuestra vida ir a cocinar, impartir un taller. Como el Buen Vivir, cada una da algo de lo que tiene, lo que puede.
En México tenías una vida profesional y académica; eres especialista en cuestiones de género. ¿Cómo fue el proceso de aceptar que tú también eras una víctima de la violencia machista?
Es muy difícil darte cuenta de lo que estás viviendo y reconocer tu situación, dejar de negarlo. Sobre todo cuando tienes una hija y vives el maltrato en tu propia casa. Pero también se trata de acabar con el desprecio hacia las mujeres supervivientes, empezando por mí y mi lucha social.
Resistir al Estado y a la ultraderecha
Mujeres Supervivientes es un espacio construido entre todas. La mayoría de las mujeres a las que acoge son migrantes que han transitado el camino, muchas veces solitario, de llegar a un lugar completamente nuevo.
Antonia, doctora en Estudios de Género, maestra de Historia en universidades de México y migrante en una situación regular, tardó varios años en encontrar un trabajo relacionado con su profesión. Lo que encontró fueron trabajos de cuidados y de limpieza en donde, al igual que alguna de sus amigas, se enfrentó a malos tratos, falta de contratos y de acceso a la seguridad social que la respaldara.
“Limpiar casas fue horrible, porque no conocía a nadie. Todas las noches lloraba porque luego ahí, donde limpias, te tratan bien mal; siempre piensan que vas a robarte algo. Era una angustia perenne, una tristeza, un dolor. Lo peor es no tener redes, porque si no te conoce nadie, dudan de ti para todo”.
A la precariedad laboral se suman, en algunas ocasiones, el desconocimiento del idioma y la violencia machista. El índice de mujeres extranjeras que sufren feminicidio, que ponen denuncias y hacen llamadas al 016 (número para denunciar casos de violencia de género en España) es mayor a 30 por ciento.
España: mujeres y migración
Entre el total de migrantes que hay en España, las mujeres son el grupo más numeroso. Según datos de la ONU, en 2020 había más de seis millones de migrantes —14 por ciento de la población— y la migración femenina fue mucho mayor que la masculina, con más de tres millones de mujeres que se mudaron a dicho país —52 por ciento del total—. La mayoría de las personas procede principalmente de Marruecos (11 por ciento), Rumanía (8 por ciento) y Colombia (6 por ciento).
Algunas de estas mujeres llegan huyendo de países donde la violencia las ha obligado a desplazarse, como es el caso de México. Sin embargo, llegar a su destino no es el paso final, ya que una vez ahí se enfrentan a circunstancias personales, administrativas, sociales y jurídicas que dificultan su situación y aumentan su grado de vulnerabilidad, tanto social como frente a las violencias machistas. El acceso al empleo en España es limitado, su experiencia y sus conocimientos profesionales quedan en segundo plano y muchas terminan haciendo labores de cuidados y limpieza.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística en España (INE), una gran cantidad de mujeres extranjeras se dedica a trabajos en sectores como la hostelería y el doméstico. El reporte de 2017 registró a 565 mil trabajadoras domésticas y cuidadoras de personas mayores y menores de edad a domicilio, de las cuales 63 por ciento no había nacido en España.
A estos datos se suma el “Informe sobre la integración laboral de la inmigración 2022”, del Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, que documenta que casi 30 por ciento de las trabajadoras extranjeras tiene un contrato de medio tiempo, mientras que 12 por ciento trabaja sin él, sólo con base en acuerdos de palabra.
El asunto del medio tiempo y la falta de contratos legales para trabajos de tiempo completo es algo con lo que lidian todas las mujeres, españolas y migrantes; sin embargo, las extranjeras representan 35 por ciento de quienes tienen un contrato parcial, además de que la brecha salarial para ellas llega a ser de 37 por ciento.
De acuerdo con el informe, mientras más formación profesional tengan las personas migrantes, más difícil les será integrarse a la vida laboral.
Las mujeres que dirigen la asociación Mujeres Supervivientes conocen de cerca todas las vulnerabilidades que viven las que migran, y por eso han basado su trabajo en cuatro ejes de actuación: intervención, investigación, formación y comunicación, buscando generar un mecanismo de apoyo para que ninguna mujer camine sola ni se enfrente sola al Estado o a la sociedad.
De acuerdo con Antonia, la mayoría de las mujeres no es consciente de las formas de violencia a las que se enfrentan ellas y las demás, lo han normalizado e, incluso, la buscan; por eso, la labor de la asociación es educar, concientizar y sensibilizar con respecto a todos esos micromachismos que se viven a diario y que escalan en ocasiones hasta tomar la forma más cruel de la violencia: el feminicidio.
En 2019, Mujeres Supervivientes, junto con otras 78 organizaciones de la sociedad civil andaluza, se enfrentaron a un conflicto más: el ascenso de la ultraderecha. Un año antes, en las elecciones de diciembre, Vox, el partido ultraconservador español, obtuvo 12 escaños en el parlamento andaluz, algo que no había logrado antes y que le dio suficiente poder para negociar con el Partido Popular, también conservador.
Juntos, ambos partidos expulsaron, después de 36 años, al Partido Socialista Obrero Español (PSOE) del gobierno de Andalucía, y con esa mayoría en el Congreso legislaron en la región. Una de sus decisiones fue dejar sin recursos públicos a 78 asociaciones andaluzas dedicadas a erradicar la violencia de género. Se quedaron sin dinero de un día para el otro. Dicha subvención se entregaba desde 2016 a entidades que trabajan para erradicar la violencia de género, promover la igualdad o luchar contra la exclusión social de las mujeres, con un presupuesto total de cuatro millones de euros. Vox es ahora la tercera fuerza política a escala nacional, con 52 diputados.
A pesar de la fuerza de la embestida, Mujeres Supervivientes resistió. Así como lo hicieron desde el inicio, cada una puso su grano de arena: aportando una bolsa de arroz o de lentejas, ofreciendo un taller, dando compañía. Y es que el conservadurismo en España no era nuevo para ellas. Ahora se enfrentaban a un partido político, pero ya lo habían hecho antes, frente a otras formas.
Hay una percepción de que el feminismo va en aumento, de que cada vez las mujeres estamos más acompañadas. ¿Lo crees así?
Creo que existe esta idea a escala institucional. Y es correcta, pero no del todo. Falta ver a muchas mujeres: las que no tienen empleo, las que no tienen dónde vivir, una red que las apoye ni un espacio al cual escapar de la violencia que viven.
Falta que nos volteen a ver, a las mujeres migrantes, que nos traten con humanidad, que escuchen nuestras necesidades y que se valore todo el trabajo que hacemos y que sostiene a la sociedad europea y al país.
¿Cómo ha sido tu experiencia con otras activistas feministas europeas y académicas?
Normalmente recibimos muestras de desprecio con respecto a nuestras capacidades intelectuales o por el devenir de nuestros pensamientos, de nuestro feminismo. No son [ellas] quienes perpetraron el genocidio, pero tienen una responsabilidad histórica y no la asumen. En las universidades también te encuentras con muchas experiencias elitistas. Al final logré el doctorado porque me lo debía a mí misma y quería hacerlo.
Antonia, así como el resto de las activistas que integran Mujeres Supervivientes, han desarrollado trabajo comunitario a partir del apoyo entre compañeras y la celebración de la diversidad, sabiendo que eso las hace más fuertes. Todas ellas han vivido las dificultades de la migración, pero es eso lo que las une y les permite idear una nueva manera de sostener a otras mujeres. Mujeres Supervivientes no es sólo un espacio que acuerpa, sino que grita por la dignidad de todas y por una vida más justa para las mujeres.
“Mi forma de hacer feminismo es con mis compañeras, desde la diversidad y la pluralidad política. Trabajo con ellas en las calles, desde nuestros dolores y preocupaciones, pero siempre acompañándonos. Y los problemas siguen ahí. Nos van a juzgar por cómo nos vemos, por el color de nuestra piel, por nuestro acento; no nos van a alcanzar los salarios para comer o nos van a maltratar, pero al final se trata de dignificar nuestras vidas. Después de años, yo ya no me quedo callada. Tampoco me siento la heroína, pero en un momento en que debemos tener una posición política, nosotras la tenemos. Sin pedir permiso, sin vergüenza, sin pudor y sin complacer a nadie”.
El genocidio contra las mujeres
El caso de Antonia se repite todos los días en México, donde la violencia contra las mujeres aumenta de forma constante. En 2023 fueron asesinadas al día entre 10 y 11 mujeres, la tasa de impunidad superó 95 por ciento y sólo una de cada 10 víctimas se atrevió a denunciar a su agresor; el resto no lo hizo por miedo y por falta de confianza en las autoridades.
El año pasado, más de tres mil mujeres, niñas y adolescentes fueron asesinadas en nuestro país, pero sólo 24 por ciento de esos casos se consideró como feminicidio, un problema de registro evidente desde hace años. Varias organizaciones feministas y de la sociedad civil han denunciado que es probable que esa cifra sea mayor, pero no se asienta de forma correcta por falta de atención en las fiscalías, porque no se investiga con perspectiva de género ni se sanciona de la misma forma en los tribunales. Además, hay una evidente falta de voluntad del Estado para proteger a las mujeres.
Marcela Lagarde, mexicana, política, académica y promotora de la inclusión del delito de feminicidio en el Código Penal Federal, al hablar de feminicidio dice que hay un olvido absoluto de las mujeres por parte del Estado y de la sociedad. Las mujeres, explica, son asesinadas tras una serie de violencias y vulnerabilidades que viven a lo largo de su vida, desde la falta de oportunidades educativas y de salud, la brecha de salario y empleos, hasta la violencia machista a la que se enfrentan a diario en las calles y en casa: “El feminicidio es el genocidio contra las mujeres y sucede cuando las condiciones históricas generan prácticas sociales que permiten atentados violentos contra la integridad, la salud, las libertades y la vida de niñas y mujeres. […] Todos tienen en común que las mujeres son usables, prescindibles, maltratables y desechables. Y, desde luego, todos coinciden en su infinita crueldad y son, de hecho, crímenes de odio contra las mujeres”. *
* Marcela Lagarde, “Antropología, feminismo y política: violencia feminicida y derechos humanos de las mujeres”, en Retos teóricos y nuevas prácticas, de Carmen Diez y Margaret Bullen (eds.), Ankulegi, Antropología Elkartea, San Sebastián, 2008.