Antanas Mockus. El maestro de la ciudad
Humberto Orozco – Edición 401
Antanas Mockus es de los colombianos que han cambiado, desde lo local, la visión de Bogotá y, en más de un sentido, la imagen de Colombia. Ahora muchos alcaldes y políticos del mundo voltean a ver a este excéntrico profesor para aprender su lección.
LA BOGOTÁ DE ANTES
Hace ya casi 13 años, me subí al avión para regresar de Bogotá a la ciudad de Guadalajara, en México. Sentía una especie de nostalgia y una rara mezcla de inseguridad y amistad, al dejar la tierra de los amigos colombianos y regresar con algunos de mis compañeros de la universidad hechos amigos precisamente allí, en Bogotá. Por consejo de colombianos y colombianas de aquí y de allá, traía bajo el brazo uno de los textos que más he disfrutado y padecido sin escapatoria por la pluma irreductible de Álvaro Mutis: La mansión de Araucaíma y los Cuadernos del palacio negro. En el vuelo tomé El Tiempo, el diario colombiano que ofrecían en el avión, y me encontré con un editorial que llamó mi atención: hablaba del camino a la alcaldía bogotana de un profesor, matemático y filósofo, como el filósofo-rey que a Platón ilusionó y desilusionó, el soñado filósofo-rey del ateniense.
Era el año de 1994 y había visitado Bogotá durante varios días. Me encontré con una ciudad de montaña, hermosa, caótica y tensa. Con un clima cálido en el día y fresco por la noche. Salí una tarde con mis compañeros de viaje en la capital de Colombia, al café y librería Oma, lleno de jóvenes y algunos adultos. Todavía no tomaba el pulso del nivel de inseguridad que se vivía en la ciudad. Y es que los mexicanos tenemos nuestra ciudad de México, que no canta mal las rancheras. Yo no entendía por qué los cerca de diez taxistas que se habían detenido cuando les hicimos la parada mis compañeros y yo, no se atrevieron a llevarnos al saber la dirección. Eran las siete de la tarde–noche. Nos habíamos hospedado en una estancia entrañable, El Mesón de la Rosita, a unas doce cuadras del centro de la ciudad. Algunos, al saber dónde era, se disculpaban o simplemente decían: “allí no, yo no voy”. Como el servicio de taxi era barato, pensamos que tal vez, por la hora, pudiera tratarse de dinero y ofrecimos pagar más. Un chofer de plano nos dijo: “ni muerto voy a estas horas allí”. “¡Ah, qué la vaina de la capital colombiana!”, pensamos. Por fin dos taxistas se animaron a llevarnos en caravana y al llegar a la casona de montaña, encontramos la puerta trancada. Los sonrientes y nerviosos anfitriones nos abrieron, y entramos temerosos y agazapados.
Un par de mañanas pudimos caminar por el centro de Bogotá. No había visto antes tantos niños y jóvenes pobres, con sus cobijas al hombro, sus casas ambulantes. En una de esas caminatas, un muchacho se nos emparejó y se incorporó a nuestro grupo; extendió su mano para mostrarme decenas de piedras verdes en un pañuelo blanco: eran esmeraldas. A unos 30 metros, dentro de una plaza cercada por una armoniosa reja de hierro forjado a las afueras de uno de los palacios de gobierno del centro, bajaba de un impecable Mercedes Benz una alta y rubia mujer que parecía modelo sueca. En los alrededores se apostaban y paseaban soldados con sus armas largas como parte del paisaje urbano. Tantos contrastes en tan poco espacio. En una de las calles principales, en una barbería encontré una foto de Cantinflas. Caminar nos pareció mejor alternativa que los taxis para llegar a nuestra estancia, y encontré por vez primera una referencia a Antanas Mockus en una pinta en la pared: “Fulano (contendiente a la alcaldía) es un político perdido. Mockus es un hombre perdido en la política”.
Al preguntar, nos advirtieron que en algunas zonas de la ciudad las pandillas y quienes controlaban cada colonia, mataban a la gente por unas monedas, por unos tenis, por una nada. Eran los que golpeaban, los que robaban, los que mataban; pero eran los que cuidaban el barrio, los que atendían a sus familias, a sus vecinos, los que velaban porque nada les pasara a los suyos. En el centro, y en casi todos lados, los automóviles rugían unos contra otros, los peatones asustados brincaban todo el tiempo para no ser atropellados. Una vez dentro del taxi, daba la impresión de que los autos intentaban echarse encima de los caminantes, de mujeres, niños, jóvenes, hombres. Camioneros furiosos que se le lanzaban al peatón que acababa de bajar de su unidad, pitidos, claxonazos, frenazos con llanta quemada. De nuevo la paradoja, calles perfectamente señaladas para no perderse por nada y una nube de autos a vuelta de rueda sin poder desplazarse por las adoquinadas o empedradas calles de majestuosas construcciones de siglos pasados.
Así recuerdo la Botogá de antes de Mockus, una ciudad que parece a un siglo de distancia de la actual.
EL LLAMADO AL FILÓSOFO PARA GOBERNAR
Conversamos por teléfono con Antanas Mockus una mañana de mediados de octubre, a escasos cuatro días de las elecciones locales en Colombia. Dice Mockus que así como nunca se imaginó ser rector, tampoco pensó en ser alcalde o candidato a la presidencia de su país. El que un filósofo y matemático se interese en gobernar la ciudad nos regresa a una vieja discusión filosófica: ¿los filósofos y los intelectuales deben gobernar o se deben dedicar al trabajo filosófico y científico en su campo? Y eso que a Kant le quedaba claro que los filósofos no debían gobernar, porque el poder obnubila el recto uso de la razón, según decía.
A pesar de haber nacido en la cuna de los aristocráticos que gobernaban entonces, Platón se dio cuenta de cómo los democráticos que habían ganado el poder en Atenas condenaron a muerte a su maestro Sócrates. Su encuentro con Sócrates y con la filosofía había tenido la intención clara de prepararse para la política, pero no para los métodos políticos que vivió, incluso peligrando por ser del círculo socrático. Pese a todo eso, Platón intentó tres veces llevar a los hechos su sueño del filósofo-rey en Siracusa, Sicilia y de nuevo se desencantó de la política. En Siracusa reinaba el tirano Dionisio I, a quien no pudo inculcar su ideal filósofo-rey. Luego Dionisio II, hijo del primero, y el resultado fue casi el mismo. Al único que pudo inculcar algo de sus ideas del texto Georgias, fue a Dión, pariente de Dionisio, quien le guardó siempre aprecio, pero al poco tiempo de su gobierno, fue asesinado. Se dice que Platón fue vendido como esclavo y, que después de ser rescatado, regresó a Atenas y fundó la Academia.
Antanas Mockus fue alcalde de Bogotá dos veces, de 1995 a 1997 y de 2001 a 2003, y dice que no es el filósofo-rey pensado en La República por Platón; más bien Mockus habla del Platón que en Las Leyes se propuso ver a los hombres tal y como son en la realidad y no como deberían ser. Ante la dificultad de encontrar hombres capaces de gobernar con virtud y ciencia por encima de la ley (el filósofo-rey), la ley debe ser la soberana: “Platón sabía que con buena educación y buenas leyes, se puede lograr realizar un orden social, justo, incluyente… razonable”, asegura Mockus. Han sido los ciudadanos quienes le han ayudado a ser consistente, dice. “Me han llamado la atención con enjundia. Por ejemplo, un día yo voy manejando sin el cinturón de seguridad y en el semáforo me llama la atención un taxista, quien me hace una señal con el pulgar hacia abajo. Yo pienso que es una evaluación general de mi gestión, entonces cambio un poco mi expresión. Él tal vez se compadece de mí y me muestra, con señas, que no llevo el cinturón de seguridad. Yo me miro, veo que no tengo el cinturón de seguridad, e inmediatamente me llevo la mano a la cabeza en señal de vergüenza. Rápidamente abrocho el cinturón de seguridad y volteo a mirar al taxista, con algo de temor; él está sonriente con el pulgar hacia arriba en señal de “ha hecho lo que debía hacer”. Los latinoamericanos de conciencia estamos bien, lo que tenemos que construir son mecanismos para regularnos amablemente unos a otros, para ayudarnos unos a otros a ser consecuentes con lo que ya en la conciencia tenemos claro”, plantea.
UNA NUEVA BOGOTÁ
En una ejemplar ciudad en los límites del caos, como hay muchas hoy, había una vez un filósofo matemático, genio para muchos, medio loco para otros, que fue rector de la Universidad Nacional de Colombia, y que se propuso lo imposible: lograr el consenso ciudadano, la comunicación de la que habla el filósofo alemán Habermas. Antanas Mockus se ilusiona con seguir siendo un profesor de ciudadanos, un pedagogo que inspira una convivencia más humana para los bogotanos. También se identifica con el Platón de Las Leyes, que propone una libertad atemperada por la autoridad. Tal vez por eso Mockus impuso la Ley Zanahoria que obligaba el cierre de los lugares de vida nocturna que vendían alcohol a la una de la madrugada, ante la contundente realidad de la muerte por su consumo inmoderado. En su ciudad, en estas épocas, el alcohol era la causa de 49% de los decesos por accidentes de tránsito, de 33% de los homicidios con arma de fuego y de 49% con armas punzocortantes, de 35% de los suicidios y de 10% de las muertes accidentales.
Mockus y su equipo desarrollaron una serie de programas para hacer congruente la moral de los bogotanos con la ley y la cultura, en contra de la violencia. Por eso comenzó a vestirse de Súper Cívico y a hacer cosas que parecían locas. Repartió entre los ciudadanos tarjetas con el dibujo de una mano con el pulgar hacia arriba por un lado y el de una mano con el pulgar hacia abajo por el otro, con las que los ciudadanos regulaban el comportamiento de sus congéneres de manera pacífica. Para mejorar la convivencia entre peatones y conductores, durante tres meses salieron a las calles de la ciudad 400 mimos, quienes en las intersecciones viales señalaban —con sus gestos amables— la necesidad de que un automovilista hiciera retroceder su automóvil en un semáforo rojo, para dejar libre la cebra de cruce de peatones. Pero, más allá del gesto del mimo, si el conductor se negaba a retroceder, era multado por un agente de tránsito, por lo general acompañado del aplauso de los peatones y de muchos otros conductores. “La represión policial era la última medida de una secuencia pedagógicamente ordenada, y, gracias a la clara lectura de la situación y al respaldo social de la sanción, el efecto pedagógico se reforzaba”, me cuenta Mockus. Las campañas también tenían el objetivo de que los peatones aprendieran a cruzar únicamente por los sitios demarcados en las esquinas y a subir a los camiones en los paraderos asignados. Un año después del inicio de estas campañas, la cebra era respetada en Bogotá por 72.25% de los peatones y 76.46% de los conductores.
En la Navidad de 1994 murieron cinco niños y 127 sufrieron quemaduras por los fuegos artificiales. En la Navidad de 1995, Mockus advirtió que prohibiría los fuegos artificiales tan pronto se notificara un niño quemado en la ciudad. Lo cual sucedió. “Hubo sanción pedagógica y se impusieron trabajos cívicos a los padres que permitieron que sus hijos jugaran con pólvora. En esa Navidad de 1995 no murió ningún niño, y los heridos por pólvora bajaron de 127 a 46”, cuenta. También prohibió la portación de armas: los homicidios comunes bajaron en más de 100 casos en el primer año; después se redujeron aún más. “Que las armas descansen en paz en esta Navidad”, fue el lema del desarme voluntario. Estimuló la entrega de armas a cambio de bonos para comprar regalos navideños y muchos las entregaron sin pedir nada a cambio. Los bogotanos entregaron 2,538 armas, que se fundieron y produjeron cucharas para alimentar niños, con la leyenda: “ARMA FUI”, metida en elegantes estuches de madera y acrílico para casas y oficinas.
Las jornadas de “vacunación contra la violencia”, que buscaban permitir el desahogo y la expresión de la ira, la tristeza y la frustración por los malos tratos sufridos en otras épocas, consistía en un rito asistido por un psiquiatra o un psicólogo preparado especialmente para este fin. Después de rememorar la agresión sufrida, las personas se descargaban verbal o físicamente contra un muñeco con la cara del agresor; participaron 45 mil personas. Se instauraron los cursos de policías formadores de ciudadanos, las jornadas de reconciliación y solución pacífica de conflictos, así como los semilleros de convivencia. Para evitar el clientelismo, los concejales de la ciudad no podían participar en los concejos directivos o de contratación de ninguna empresa.
Llevó el jazz al aire libre y el rock al parque, con “el goce zanahorio”. Con el programa Rap a la Torta, promovió políticas sobre tolerancia y convivencia por medio de la música, con el Rap and Roll. Éstas y otras actividades culturales revitalizaron el centro de la ciudad. Desde una perspectiva también pedagógica, se llevó la música a los templos católicos, presbiterianos, luteranos, anglicanos y ortodoxos. Más de cien bandas se presentaron en 1995, con la asistencia de más de 50 mil jóvenes; en 1996, 250 bandas con 120 mil jóvenes escuchas; en 1997, 210 mil personas escucharon 82 bandas nacionales y nueve internacionales.
Con la emergencia resultado de la falta de agua en la ciudad, en 1997, realizó una campaña de ahorro del líquido, con cuatro mil niños y jóvenes “acuacívicos”, que se complementó con telefonemas y sanciones para los despilfarradores. El ahorro alcanzó entre 8% y 12%, y mantuvo en el tiempo una baja de 5%. Todas estas acciones del programa de Cultura Ciudadana fueron encaminadas a fortalecer la relación entre la ley, la moral y la cultura.
Más allá de la academia, Antanas Mockus no es filósofo solamente por sus títulos de maestro en Filosofía por la Universidad Nacional de Colombia y en Ciencias Matemáticas por la Universidad de Dijon: lo es en cierto modo como en la antigua Grecia, porque piensa la ciudad y a los ciudadanos en tanto seres humanos. Eso mismo hacían Sócrates y Platón, quien se formó con Sócrates, no para ser filósofo sino justamente para gobernar para la polis, para la ciudad. Mockus no es profesor universitario —aunque lo es, en la Universidad Nacional de Colombia— solamente por haber sido profesor invitado o visitante en Harvard, Kennedy, Oxford o el Rockefeller Center for Latin American Studies o porque lo reconocieron como Doctor Honoris Causa de la Universidad de París VIII; es un profesor porque le encanta enseñar, en la calle, a sus conciudadanos.
Disfruta pasear por la ciudad haciendo del camino un símbolo de convivencia, de vergüenza ante las faltas contra la ciudadanía, de pena por las malas costumbres que van minando la mirada mutua de los bogotanos. De irse en bicicleta a la alcaldía, de ponerse un chaleco antibalas con un vacío a la altura del corazón, de invitar a los mimos, a los poetas, a las mujeres y a los niños a habitar la calle, a hacerla suya.
Es justo decir, también, que algunos lo consideran un tipo autoritario. No es mi intención idealizar a este gobernante; más bien quiero plantear que transformar Bogotá, la Bogotá que yo conocí hace más de diez años, no es poca cosa. Y justo también es decir que no fue el único ni el primero: el alcalde anterior a él, Jaime Castro, ya había logrado algunos cambios en Bogotá, aunque no alivió la crisis de violencia que vivía la capital a inicios de los noventa; el compañero de Mockus, Paul Bromberg, fue un personaje vital en la consolidación del programa Cultura Ciudadana, y siguió Peñaloza.
LA CIUDADANÍA SE CONSTRUYE CON LOS OTROS
“Uno no nace ciudadano, uno se va volviendo ciudadano; uno no nace hablante, uno va aprendiendo a hablar. Si a uno nadie le hablara, por ejemplo, si unos padres muy pragmáticos dicen ‘no le hablemos al chino, al pelao’, pues entonces uno nunca aprendería a hablar. Entonces parte de la construcción de ciudadanía consiste en tratarnos unos a otros como ciudadanos, y eso significa confiar en la autorregulación, dar oportunidades para demostrar que uno es mayor de edad, confiar en las señales sutiles de la comunicación interpersonal, para corregirnos mutuamente.” Teoría hecha práctica. Saberes de universidad que se vuelcan a las calles, a la vida cotidiana, a la vida ciudadana. Él lo dice con claridad: “no me imagino hacer este trabajo sin compartir con filósofos, sociólogos, sociólogos de la cultura especialmente, y los antropólogos; y obviamente los economistas son supremamente importantes, así como los gerentes y los ingenieros”. Saberes profesionales puestos a hacer ciudadanía.
Éste es quizá el liderazgo político que ansían nuestras ciudades, que sueñan nuestras comunidades. La inspiración de pensadores de la ciudad desde el ser humano y para el ser humano, para revivir a las ciudades proyectando las ideas vitales de la inteligencia que están latiendo entre los ciudadanos. Queda por demostrar, como han insistido algunos de sus detractores, que esta pedagogía ciudadana permita transformar estructuralmente las sociedades, erradicar la pobreza y convertirla en un lugar para todos. Esperanza que muchos seguimos albergando. m