Angela Merkel: el centro de Europa

BERLIN, GERMANY - FEBRUARY 01: German Chancellor Angela Merkel gives a press conference after a meeting with regional state leaders as part of regular consultations on February 01, 2018 in Berlin, Germany. (Photo by Inga Kjer/Photothek via Getty Images)

Angela Merkel: el centro de Europa

– Edición 482

Canciller de Alemania durante 16 años, líder de su partido durante 18, la única mujer que ha gobernado al país más poderoso de Europa se retira sin haber dejado de protagonizar los momentos más importantes del continente; su legado parece perdurable, pero la pandemia por covid-19 abre preguntas acerca de cuánto va a extrañarla la Unión Europea

En 2005 no hablábamos de covid-19; aunque hubiera existido, no lo habríamos discutido por Facebook o Twitter, porque el primero apenas empezaba a existir y el segundo no había llegado; en ese año apenas se subió el primer video a una plataforma llamada YouTube. Estados Unidos no vivía a la sombra de Donald Trump; las grandes amenazas del mundo venían del terrorismo revelado con los atentados de 2001 en Nueva York; las crisis económicas anticipaban el gran golpe de 2008-2009; debutaba el Protocolo de Kioto contra el calentamiento global; el líder católico Juan Pablo II moría en abril; en México se denunciaba una conspiración contra el jefe de Gobierno de Ciudad de México, un aguerrido perredista llamado Andrés Manuel López Obrador, que devendría en su primera candidatura presidencial.

El mundo era otro, y la poderosa Alemania vivía también cambios mayores: el canciller Gerhard Schröder perdía el poder tras siete años de control del Partido Socialdemócrata, que, pese a una ascendente campaña por el voto popular, se veía obligado a pactar con la conservadora Unión Demócrata Cristiana (CDU, siglas en alemán) una gran coalición que mezclara sus opuestas posturas en un gobierno estable y sólido. Desde cualquier perspectiva, aquella coalición tuvo en su centro a un personaje histórico: la única mujer canciller de Alemania, Angela Merkel, quien está por retirarse tras 16 años, precisamente, de estabilidad y solidez.

Merkel ha sido sinónimo de sobriedad, política negociadora, conservadurismo prudente y pragmatismo productivo durante todo este tiempo. Se ha colocado al centro, no sólo de su relevante país, sino también del proyecto de la Unión Europea. Se retira con una popularidad de más de 70 puntos, golpeada por la pandemia, pero que ha llegado antes hasta 90. Será, sólo detrás de Helmut Kohl (1982-1998), y por unas semanas, la persona que ha gobernado por más tiempo la Alemania reunificada.

Es, sin duda, la mujer más poderosa del mundo. Su adiós significa que el centro de Europa se desplaza también, en espera de un mínimo de continuidad, pero con la necesidad apremiante de transformarse tras las crisis políticas, económicas y sanitarias que la urgen a ello. El legado de Merkel podría ser uno de sus estándares.

Del sauna al liderazgo político

En 2005, Ángela Merkel tenía 51 años: no sólo se convirtió entonces en la gobernante nacional más joven de la historia de Alemania, sino que todo en su origen la hacía singular. Se crió en la Alemania socialista, hija de un pastor luterano y de una profesora de inglés y latín, en una familia que gozaba de ciertos privilegios, como el de cruzar libremente las fronteras. Nacida Angela Dorothea Kasner, estudió física en Leipzig y Berlín. Casó a los 23 años con su compañero de estudios Ulrich Merkel y cinco años después vino el divorcio; continuó con sus estudios y construyó una carrera de excelencia académica que culminó con un doctorado en Física Cuántica a los 32 años. A los 44, en 1998, volvió a casarse, ahora con el químico Joachim Sauer, pero conservó el apellido de su primer marido.

De su vida personal se sabe poco, porque tanto ella como su pareja han defendido siempre su privacidad. Viven en el mismo piso del centro de Berlín donde se habían instalado antes de que ella se convirtiera en canciller. Es fan del futbol y del Borussia Dortmund; cocina, le tiene miedo a los perros. En su juventud fue a discotecas, usó pantalones de mezclilla y escuchó la radio occidental. No tuvo hijos. Afirma que se negó a trabajar como soplona para el gobierno. El régimen la dejó en paz; sin embargo, se ha dicho de ella que no fue ni opositora ni colaboradora destacada, sino, más bien, una ciudadana cuidadosa de su actividad política.

En 1989 tenía 35 años y se dedicaba, pues, a la física. Tenía una amiga con la que iba los jueves al sauna, y el 9 de noviembre de ese año tomaba su habitual baño de vapor mientras, en la calle, caía el Muro de Berlín. Algo cambió en ella que decidió anotarse en la vida política de su país: se afilió al partido Despertar Democrático, del lado oriental, y llegó a ser su portavoz; el partido se fusionaría con la cdu; tras la reunificación, Merkel fue elegida diputada para el Parlamento federal en 1990.

El canciller de Alemania Federal, Helmut Kohl, y Angela Merkel asisten a la convención de cdu, el 15 de diciembre de 1991, en Dresde. Foto: Thomas Imo / Photothek vía Getty Image

Vinieron entonces varios años de ascenso político para la joven exacadémica, sobre todo con la protección del líder de la cdu, Helmut Kohl, quien llegó a llamarla “mi muchacha”.

Kohl lideraba la Alemania occidental desde 1982 y, como uno de los artífices de la reunificación, se mantuvo como canciller después de 1990. Hay quien opina que el legado de Merkel está a la altura del de su antiguo tutor político, un líder clave para la apertura de Alemania a la economía global y para fortalecer el Tratado de Maastricht, que daría lugar a la formación de la Unión Europea en 1993. Que Merkel fuese su pupila destacada no era, pues, poca cosa. La nombró primero su ministra de la Familia y, luego, de Medio Ambiente y Seguridad Nuclear, en 1991. Pero en 1998 Kohl enfrentó un escándalo, cuando tuvo que admitir que recibió donaciones ilegales para su partido; la cdu sufrió una severa derrota y el socialdemócrata Schröder formó gobierno.

La era del gran canciller había acabado, aunque todavía participó en el Tratado de Ámsterdam, que allanó asuntos pendientes de Europa, como la libre circulación de ciudadanos y la seguridad común. Y aunque en otros espacios políticos todos los colaboradores de Kohl habrían caído en desgracia junto con él, varios lograron independizarse y construir nuevos liderazgos por su cuenta. Allí brilló Angela Merkel, quien abogó por la renovación de la cdu y su emancipación de Kohl; el partido le hizo caso: ella se convirtió primero en la secretaria general, y luego, en 2000, en la nueva líder.

Fue una jugada desconcertante para muchos observadores, pero había que tener en cuenta la personalidad de Merkel: desde su ascenso en la cdu había sido disciplinada y constante, nunca especialmente llamativa, pero tenaz y hábil para abrirse camino y construir alianzas. Un comentario común de quienes revisan su biografía es que fue notoriamente subestimada: durante cinco años como presidenta de la CDU fue organizando consensos; mientras sus rivales la acusaban de fría y oportunista, dentro de su partido, y pese a su origen protestante, su parquedad y su pragmatismo le permitieron fortalecer a una organización dominada hasta entonces por hombres católicos que recelaban de cambios ideológicos.

(El feminismo, por cierto, no ha sido nunca una marca personal para la mujer más poderosa del mundo: en 2017 fue la única de varias líderes convocadas que no alzó la mano en la conferencia de mujeres de Berlín, cuando la moderadora pidió que se identificaran quienes se consideraban feministas; ha declinado la etiqueta, sin hacer aspavientos, cuando se le ha preguntado cómo enfrentar a los machos de la política internacional, como es el caso del ruso Vladimir Putin.)

Nunca fue la líder más popular entre los ciudadanos, pero su liderazgo le dio al partido importantes triunfos locales. Para 2002 había logrado encabezar la oposición y, en 2005, cuando fue presentada como candidata a la cancillería federal, llevaba 20 puntos de ventaja sobre el partido del gobernante Schröder. Fue una campaña difícil en la que Merkel apenas ganó por un punto de diferencia; vino entonces la complicada negociación, la caída de Schröder y el ascenso de Merkel para hacer historia.

Aquel 2005 fue, también, el Año Mundial de la Física.

Foto: Michele Tantussi / Getty Images

Negociadora

El 4 de enero de 2021, la consultora Eurasia Group, con sede en Nueva York, publicó su lista de 10 riesgos políticos para el año. La débil popularidad del nuevo presidente estadounidense Joe Biden, la covid y el rumbo de los acuerdos mundiales sobre cambio climático fueron los puntos principales, pero en el número 9 estuvo la salida de Merkel con una larga lista de preguntas difíciles de responder, basadas no sólo en la incertidumbre sobre el futuro, sino también en un diagnóstico del presente que parecía un anticipo de nostalgia: cuán difícil resulta mantener a Europa en pie.

El artículo de Eurasia subrayaba que la voluntad de Merkel por dirigir decisivos fondos de rescate para los más afectados por la covid-19 había resultado clave para que Alemania y la Unión Europea redujeran el impredecible impacto de la pandemia. Se refería al problema sanitario, que se ensañó con los países económicamente más vulnerables del pacto europeo, pero también al reconocimiento de que el impulso de Merkel había favorecido el multilateralismo.

Lo que esa lectura propone es que, avanzado 2021, los poderosos populismos de Europa podrían aprovechar la situación para sacar raja política de los problemas económicos que seguramente vendrán, un escenario muy probable después de los tortuosos años del Brexit (la salida británica de la Unión). En coyunturas como ésas, Merkel sobresalió una y otra vez a lo largo de 16 años y, ante la pandemia, volvió a lucir como negociadora y hábil diplomática capaz de unir a los países más fuertes para contener el ascenso de líderes como los de Polonia y Hungría, que habrían sido capaces de dividir al bloque.

La canciller alemana Angela Merkel habla con el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, mientras los escucha el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, durante la reunión del G20 en Hamburgo, el 7 de julio de 2017. Foto: REUTERS/Philippe Wojazer.

El episodio se cerró con un buen saldo para Merkel, quien era entonces presidenta en turno de la Unión Europea, pero aún podría abrir nuevas grietas tras su retiro. Polonia y Hungría lideraron la protesta contra los países ricos al criticar un mecanismo de protección al Estado de derecho que era condición para recibir las ayudas del paquete de apoyo financiero para la pandemia. Las críticas contra Merkel señalan que el mecanismo fue reducido hasta grados mínimos, que a la larga serían incapaces de contener el denunciado autoritarismo de Viktor Orban y Andrzej Duda, pero al final todos los gobiernos aprobaron las medidas de emergencia.

Su faceta como conciliadora podría ser, así, una de las principales características que Europa extrañará de Merkel. Su actitud ante cuestiones como la energía nuclear o la legalización de matrimonios entre personas del mismo sexo son dos ejemplos.

Hoy Alemania es conocida como un referente por virar su política energética rumbo a fuentes renovables como la solar, un avance importante para un país altamente industrializado que durante decenios dependió del carbón. Un momento clave para tomar esta decisión fue el desastre de la planta nuclear de Fukushima, en Japón, en 2011, después del cual la canciller consiguió que Alemania firmara compromisos para eliminar las 17 plantas nucleares del país rumbo al 2022. Hoy Alemania reporta que 46 por ciento de su consumo energético proviene de fuentes renovables. Ante un dato así cuesta imaginar que, por años, la canciller fue precisamente la principal responsable de alargar la vida útil de las plantas nucleares.

Merkel era, por su cuenta, opositora a las uniones civiles entre personas homosexuales. Pero en 2017, tras años de consentir que la CDU bloqueara en el Parlamento las reformas para legalizar estas uniones en el país, se pronunció por que los legisladores votaran “según su propia conciencia”, y la reforma fue aprobada ese mismo año, impulsada por la oposición, pero con decisivos votos conservadores.

Sin embargo, una de las maniobras más recordadas de Merkel probablemente será su liderazgo durante la crisis económica global de 2008-2009: la canciller fue la pieza central para una serie de políticas de austeridad europeas que motivaron las protestas de los países más afectados, como España, Grecia, Portugal e Italia, pues tendrían que plegarse a los acuerdos de la Unión si querían recibir apoyo económico. En contraste con los efectos que aún hoy padecen los países mencionados, aquellas decisiones hicieron fuerte al gobierno alemán al mantener protegida la economía nacional, y esto cimentó el poder de Merkel y su relevancia internacional.

Merkiavelismo

En un artículo publicado en 2012, tres años antes de su muerte, el celebrado sociólogo alemán Ulrich Beck radiografió el estilo de Merkel como un don de ubicuidad que, basado en su proverbial discreción, le permitía cambiar de posición sin costos graves: una gobernante más reconocida por sus actos políticos que por su ideología y que nunca se adhirió a posturas contundentes más allá del compromiso con su país. Y acuñó el término “merkiavelismo”, al combinar el apellido de la canciller con el nombre de Nicolás Maquiavelo.

“Merkel se ha posicionado entre los constructores de Europa y los ortodoxos adherentes del Estado nación sin adherirse a ninguno de los lados o, quizá, mantiene ambas opciones abiertas. No se identifica con los proeuropeos (domésticos ni extranjeros) que exigen garantías para Alemania ni apoya a los euroescépticos, que se oponen a cualquier ayuda. En cambio, y aquí está el aspecto de lo ‘merkiavélico’, Merkel liga la voluntad alemana de proveer crédito (a otros países), con la voluntad de los deudores de satisfacer las condiciones de las políticas alemanas de estabilidad […] su posición no es nunca un claro sí o un claro no, sino un claro sí y no”.

Beck desarrolla la idea de que Merkel emplea la duda o la vacilación (“un arte de duda deliberada”, deliberate hesitation) como su gran herramienta para hacer presión sobre los demás gobiernos de Europa: en lugar de emplear el poder económico de Alemania contra sus aliados, utiliza precisamente el temor que despierta ante la posibilidad de que se les niegue ayuda. “No hay necesidad de armas para imponerse a otros Estados; tan sólo por esta razón es absurdo hablar de un ‘Cuarto Reich’. Además, el poder basado en la economía es bastante más flexible: no tiene necesidad de invadir y, no obstante, es ubicuo”.

Una joven sostiene un retrato de la canciller alemana mientras un grupo de migrantes parte a pie hacia la frontera con Austria desde las afueras de la estación de Keleti, en Budapest, en plena crisis migratoria de 2015. Foto: REUTERS/Bernadett Szabo

La madre de los refugiados

Sin embargo, el mundo ha cambiado mucho en 16 años. Y así como Ulrich Beck preveía que el “merkiavelismo” tendría que dar de sí algún día, Merkel se retira con sus bonos personales en buena forma, aunque después de no pocos vaivenes que obligan a preguntarse si su legado será suficiente para sostener lo construido.

En el mismo diagnóstico de riesgos para 2021, Eurasia Group también ponía el foco, por ejemplo, en el ascenso del gobierno de Turquía como una potencia capaz de abrir nuevos conflictos en la zona del Mediterráneo oriental, entre disputas territoriales y energéticas que afectan intereses tanto de Rusia y China como de Estados Unidos. Sin la diplomacia al estilo de Merkel, con el líder francés Emmanuel Macron más dispuesto a presionar a Ankara, se podría anticipar, anotó la consultora, una nueva crisis migratoria en esa región.

La crisis de migrantes no es una novedad, sino un problema que se ha extendido durante todo el siglo y un problema que significó para Merkel uno de sus mayores tropiezos. Tras un discurso que se volvió popular por su llamado a los ciudadanos —“Sí podemos”—, en 2015 impulsó una política de puertas abiertas que implicó que Alemania recibiera a un tercio de los refugiados de toda Europa, en medio de desastres como la guerra civil en Siria. Si bien la medida fue considerada un gesto histórico en términos humanitarios (la popularidad entre los refugiados y sus defensores le valió el apodo Mutti, que podría traducirse como mami, pero también como protectora), otros denunciaron que fue tomada a costa de socavar, precisamente, su imagen de gobernante preocupada antes que nada por la economía, los empleos y la estabilidad de los alemanes.

Si Merkel calculó los riesgos, como habría sido habitual en ella, fue algo que sus detractores no le perdonaron (en 2020 declaró que lo volvería a hacer). En 2016 hubo elecciones en la región de Macklemburgo-Pomerania Occidental, precisamente en donde Merkel tiene su circunscripción como diputada al Parlamento nacional, y el partido Alternativa por Alemania, de ultraderecha y particularmente xenófobo, se alzó con 21 por ciento de los votos locales. Al año siguiente hubo elecciones federales y Alternativa consiguió 94 de 709 curules en el Parlamento, para convertirse en una preocupante primera fuerza de la oposición.

Foto: REUTERS/Fabrizio Bensch

El centro

Cuando, en 2018, Merkel anunció que se retiraría de la política al final de su cuarto mandato como canciller en 2021, el aviso fue tomado como la previsión de un cataclismo que obligaría a hacer cambios mayores en su país y en Europa. Al año siguiente estuvo en las noticias por haber tenido que cancelar dos actividades —incluida parte de su agenda en una visita a México— debido a que tuvo desvanecimientos y temblores en público —con lo que resucitaron las críticas ante el hecho de que también mantiene una férrea discreción en lo referente a su salud—.

Casi tres años después, las sacudidas han afectado a su partido y a sus colaboradores, pero incluso hoy su anticipación es leída como uno de sus habituales cálculos acertados. La CDU enfrenta un adverso panorama electoral, pero hay buenas expectativas en torno al delfín ungido, el discreto conservador Armin Laschet, primer ministro de Renania del Norte-Westfalia, de quien se espera precisamente continuidad y prudencia en las relaciones internacionales, aunque aún tiene que ganar las elecciones de septiembre. El triunfo parece complicado, pero no remoto: durante los últimos 10 años de gobierno de Merkel, la economía nacional creció y el desempleo se mantuvo en niveles bajos.

Europa es otro asunto: entre los conflictos entre los Estados miembro y el largo Brexit, el bloque seguramente extrañará a la líder confiable que fue Merkel durante tanto tiempo, y que incluso en el año de la pandemia consiguió imponer su estilo pese a lo inédito de la situación.

Contra su conocida parquedad, Merkel se permitió numerosos momentos emotivos en esta época, tanto en el liderazgo como en el error. A principios de diciembre de 2020 consiguió defender las duras políticas de confinamiento social con un discurso en el Parlamento durante el cual recurrió a un dramatismo poco común: “Si ahora tenemos demasiados contactos y luego resulta que ésta fue la última Navidad que pasamos con los abuelos, será que algo hicimos mal”, lanzó mientras suplicaba “prudencia” a los diputados y al resto de los alemanes. “Lo siento, lo siento desde el fondo del corazón”, se justificaba.

Cuatro meses después, el encierro ciudadano era menos tolerable y la canciller ofrecía un nuevo discurso, esta vez para pedir perdón a sus gobernados por las severas políticas de confinamiento en Semana Santa, que incluyeron cerrar iglesias y comercios. En abril, el país enfrentó una nueva ola de contagios y muertes; durante mayo, al parecer, el virus cedió. No obstante, el daño al gobierno pareciera difícil de remontar.

El 17 de julio próximo, cuando cumpla 67 años, Merkel todavía será la canciller de Alemania. En septiembre habrá elecciones y se conocerá allí por primera vez cuán resistente es su herencia como política: si la pandemia ha revelado que su estilo personal fue insuficiente, o si los alemanes castigan a su partido mientras ella regresa a su reservada vida personal. Mientras su país y su continente se ocupen de sus problemas, quizá recuerden cuánto le deben a la única mujer que los ha gobernado a todos y que ha ayudado a darles forma. Quizá se ha equivocado, y mucho, pero ha sido su centro durante 16 años. .

Reírse de Trump

Foto: REUTERS/Michael Kappeler

Durante poco más de cuatro años, reírse de Donald Trump, el más conflictivo presidente que ha tenido Estados Unidos en décadas (2017-2021), pareció una temeridad que pocos líderes de gobierno pudieron permitirse, porque el empresario se había convertido, también, en el hombre más poderoso del planeta. Aun ante esa figura, el carácter formal y serio de Angela Merkel destacó cada vez que le hizo frente. Uno de ellos fue el curioso segundo en que, durante la reunión del G7 en Francia en 2017, Trump contestaba a una pregunta acerca de si visitaría Alemania como presidente. El estadounidense se dijo dispuesto a hacerlo porque, “como ustedes saben, tengo sangre alemana”; Merkel no fingió su risa.

La relación entre ambos fue, por lo menos, tirante, y el grupo de los siete países más ricos sirvió de escenario para más de un conflicto entre ambos. Quizás el momento más recordado fue cuando, en 2018, el bloque emitió un comunicado para pronunciarse a favor de la cooperación multilateral, pero más tarde uno de los acostumbrados tuits de Trump puso en duda el apoyo de Estados Unidos, lo que desató las protestas de Alemania y Francia.

Poco después, el vocero del gobierno alemán publicó una fotografía muy singular de su propia agencia de prensa, que fue interpretada en las redes sociales como uno de los momentos en que Merkel, rodeada de otros jefes de gobierno, “regañaba” a Trump, que la escuchaba sentado y de brazos cruzados. Si el momento en realidad reflejaba una conversación de cualquier otro tipo, durante unos días prevaleció la lectura popular en contra del rijoso líder estadounidense.

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