«Amo la persona del plural…», de Ricardo Castillo
Jorge Esquinca – Edición 455
El trabajo poético de Ricardo “construye un código propio”. Cierto, pues la temprana audacia de Castillo no se detuvo ahí y lo condujo a explorar en los territorios de la colaboración con otras disciplinas, así como a internarse en la modalidad sonora y visual de la palabra escrita a través de la performance y el video
Amo la persona del plural…
Amo la persona del plural
y somos una montaña que la hormiga no puede mirar,
pero que sin embargo presiente
y crece, tiembla y se derrumba con ella.
Amo los cuerpos grandes que habitaron uno pequeño,
lo que no soy,
pero que bien hubiera podido;
lo que no se alcanza a decir,
lo que nos saca las raíces, los gritos elementales,
las visiones primarias,
esa flecha que sin saberlo viaja hacia el centro.
Amo lo que no alcanzo a ver
porque amo lo que veo.
Los estigmas, el estertor de la personalidad,
la locura cristalizada en el asombro,
la locura que nunca cae, la curva inesperada,
el reflejo certero, sin prisa,
que deviene revelación,
el misterio trastornado en imagen.
De igual manera pero en otra parte,
amo las historias personales, sus calles endurecidas,
los habitantes solos de mirada conmovedoramente oblicua.
Amo a los insomnes que luchan entre su esperanza y su pesadilla,
la confusión del ahogado, la convicción del perdido,
el dolor de ser tripas, el fiel servicio de las muelas carcomidas.
Amo a los que un día en un chispazo vieron el destino
y cayeron heridos por el impacto
más allá de cualquier destino verificable.
Hace un par de meses, la revista Tierra Adentro dedicó parte de sus páginas a celebrar los cuarenta años de la primera publicación de El pobrecito señor X (1976), un libro con el que Ricardo Castillo (Guadalajara, 1954) hizo su entrada en la escena de la poesía mexicana. La mayoría de sus contemporáneos conocimos el libro hasta 1980, cuando lo volvió a editar el Fondo de Cultura Económica. La importancia de esta casa editorial y el contenido abiertamente subversivo de los poemas situaron de inmediato a Ricardo —un auténtico outsider— en el centro de la discusión. Lo cierto es que el señor equis no pasó indiferente y le granjeó a Ricardo Castillo una insólita popularidad. Hoy, una nueva generación de poetas ha vuelto a leerlo y lo festeja. El mejor elogio es quizás el de Xitlalitl Rodríguez, quien afirma que, en conjunto, el trabajo poético de Ricardo “construye un código propio”. Cierto, pues la temprana audacia de Castillo no se detuvo ahí y lo condujo a explorar en los territorios de la colaboración con otras disciplinas (música, danza), con la creación de una Máquina del instante de formulación poética (libro-CD con juego interactivo), así como a internarse en la modalidad sonora y visual de la palabra escrita a través de la performance y el video. El poema que aquí presentamos cierra Nicolás el camaleón (1989), libro en el que “recurre al auxilio del guión de cine para, además de cantar, contar una historia”. Una suerte de manifiesto vital, de entrega sin concesiones a los poderes de la visión y las palabras. Una buena selección de sus poemas se recoge en Tercer islario (Mantis Editores, 2013). m.