Alarma en día de asueto
Vonne Lara – Edición 491
Cuando alguien nos escucha, nos impulsa a ponerle nombre a lo que duele, y a veces sentimos desde ese instante que comenzamos a sanar
“Es la verdad”, dicen algunos luego de lanzar palabras o frases hirientes. Como si esa acotación ablandara las puntas de lo dicho, como si el filo de las palabras no fuera perpetuo. “Es la verdad”, y se alzan de hombros desentendiéndose de lo que hayan cortado al paso. Esta respuesta a veces se usa para justificar una frase impertinente y otras para sacudirse la responsabilidad de lo dicho, es decir, de aquello que pronunciaron con la misma sapiencia con la que emiten un eructo.
Más valdría no escuchar a los que reparten verdades. “No le hagas caso”, te aconsejan otros, aunque no hay mucho qué hacer, las palabras sólo saben ser y nos alcanzan irremediablemente. “No es el qué, sino el cómo lo dices”, dicen otros más y tienen razón. Las pequeñísimas inflexiones en las palabras evidencian el verdadero origen de lo dicho aunque quiera ocultarse. Ante estos casos quisiéramos huir, cerrarles la puerta, pero es inútil: estamos a expensas de las palabras ajenas. Arrancarse una verdad no pedida es tanto como imposible. Mientras que el olfato puede recuperarse de un olor nauseabundo, lo mismo que el gusto de un sabor horrible, y la piel herida llega a sanar, aunque a veces queden marcas y cicatrices, ver y escuchar algo tremendo puede lastimarnos para siempre.
Una de las primeras acciones de ser madre es escuchar: el latido del corazón cuando el bebé está en gestación, el llanto cuando nace, el llanto cuando quiere comer o necesita cambio de pañal, abrigo, abrazos o todo a la vez. Estas exigencias estridentes no son las únicas: escuchar la respiración, cuando hay tos, y de qué tipo; los pasos que se dan y los que no; los momentos atroces del cabezazo, la caída, el raspón. Y, conforme va creciendo, escuchar su voz, sus palabras, sus pláticas. Es entonces cuando debemos prestar especial atención si hay silencios, atraparlos en el aire, captarlos, observarlos y preguntar a pesar del miedo, preguntar a pesar del terror.
Todas las palabras —y el mundo— caben por el diminuto orificio de nuestro oído y hay algunas tan descomunales que no terminamos de procesarlas sino hasta muchos, muchísimos días después de escucharlas. En un tiempo en el que ya somos otra cosa tras su paso destructor de tsunami. Nos hieren, pues, las verdades, pero también las difamaciones, los insultos, el desamor. Y esos apodos y juicios que nos aplastan con su poder profético aunque sean mentira. De grandes, seguimos escuchando las palabras con las que los infames lastimaron a los niños que fuimos. Seguimos oyéndolas frescas, filosas, como si no hubiera pasado una vida. Es paradójico, pero esa clase de heridas comienza a sanar cuando alguien nos escucha. Dicen los terapeutas que lo importante es elaborarlo con palabras para escucharnos. Cuando alguien nos escucha, nos impulsa a ponerle nombre a lo que duele, y a veces sentimos desde ese instante que comenzamos a sanar. Las palabras hirientes no desaparecerán, pero sonarán distinto, casi fuera de lugar, como la alarma de la mañana en un día de asueto.