Acondicionar el mundo para resistirlo
Juan Nepote – Edición 505

El ingenerio Carrier siguió perfeccionando su invención, obtuvo una patente, creó su propia empresa y transformó de manera radical los hábitos y las costumbres de las personas
En las historias que narran el desarrollo de los descubrimientos científicos y las invenciones tecnológicas casi siempre hace falta un ingrediente fundamental: esa inesperada combinación de azar y suerte sin la que los resultados hubieran sido muy diferentes; desde Arquímedes de Siracusa descubriendo el principio de flotabilidad mientras se baña, hasta Cristóbal Colón encontrándose un inesperado nuevo continente, cuando algo imprevisto desencadena un nuevo descubrimiento o, como diría el fisiólogo húngaro Albert Szent-Gyorgy, “ver lo que todos han visto y pensar lo que nadie había pensado”. Algo semejante le ocurrió al ingeniero eléctrico estadounidense Willis Haviland Carrier cuando le encargaron resolver un problema menor cuya solución provocó una completa transformación del mundo.
Hacia 1902, con 25 años de edad, Carrier era uno de los empleados de cierta empresa especializada en fabricar ventiladores, extractores de aire y bombas de calor, cuyos servicios fueron solicitados por una imprenta neoyorquina de nombre Sackett & Wilhelms Lithographing & Publishing Company, donde lidiaban con una complicación hasta entonces irresoluble: la temperatura ambiente de aquel año había sido particularmente calurosa y húmeda, lo que provocaba que fuera muy tardado, casi imposible, realizar cualquier tarea de impresión a color porque las tintas no se secaban. La innovadora solución vino a la mente de Willis Haviland Carrier, según su propio relato, mientras esperaba el tren en una estación notoriamente brumosa: ¿era posible reproducir a pequeña escala un fenómeno como la neblina? Cuando regresó a la imprenta ideó un mecanismo para condensar la humedad, secando el aire mientras lo filtraba a través de un suave rocío de agua, y las rotativas regresaron a su ritmo laboral incesante. A partir de esta historia de serendipia, el ingenerio Carrier siguió perfeccionando su invención, obtuvo una patente, creó su propia empresa dedicada a la instalación de aires acondicionados que extraían de forma eficiente el calor del interior de un lugar para liberarlo en el exterior y transformó de manera radical los hábitos y las costumbres de las personas. El mundo comenzó a ser otro… Pero, como sabía muy bien el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw, quien contaba más de 50 años cuando Carrier inventó el aire acondicionado: “La ciencia siempre se equivoca. Nunca resuelve un problema sin crear otros diez”.
Y es que obtener el frescor que nos permita resistir temperaturas tan altas tiene un impacto ambiental mayúsculo: los equipos de aire acondicionado, además de provocar en algunas personas problemas respiratorios, deshidratación y resequedad en los ojos, necesitan tal cantidad de energía eléctrica para funcionar, que su uso acelera la producción de gases de efecto invernadero que incrementan la temperatura global del planeta y, por tanto, estos equipos se hacen más necesarios para controlar artificialmente el clima.
Matsuo Bash, poeta japonés del siglo XVII, aconsejaba: “No hay que imitar a los antiguos: hay que buscar lo mismo que ellos buscaron”. Ante el constante incremento de la temperatura, parece imposible erradicar totalmente la climatización artificial, pero sí es viable moderar su proliferación y su uso, al mismo tiempo que poner en práctica otras soluciones de mayor imaginación científica, porque nuestro mundo ya no es aquel de Willis Haviland Carrier.