Aciaga Fecha. Homenaje a Bergman y Antonioni
Hugo Hernández – Edición 400
El 30 de julio murieron dos cineastas que hicieron grandes contribuciones a la evolución del cine, que le dieron un giro al clasicismo según Hollywood y ubicaron el séptimo arte a la altura de las demandas de la modernidad: el sueco Ingmar Bergman y el italiano Michelangelo Antonioni.
OBSECIONES DE BERGMAN
El estilo de Bergman dejó una huella palpable no sólo en su filmografía sino en la de sus contemporáneos (Woody Allen, por ejemplo, tuvo una etapa “bergmaniana”). Sus obsesiones se distribuyen en tres etapas discernibles: en la primera, la exploración psicológica era su objetivo (había incluso espacio para el humor, como en Sonrisas de una noche de verano, de 1955); la segunda oscila entre la necesidad de Dios y la dificultad de lidiar con Él, y aterriza en un agnosticismo adolorido; en la tercera no duda en echar mano de las vísceras y presenta una búsqueda existencial más bien pesimista. Como epílogo habría que ubicar la excepcional luminosidad de Fanny y Alexander (1982).
Hacer una selección de lo mejor de Bergman es tan ambicioso como extensa es su filmografía: alrededor de 40 largometrajes dan cuenta de una conciencia en permanente vigilia, de la angustia que resulta de vivir con intensidad y de hacer indiscernibles las fronteras: el cine como ventana de emociones que surgen de la vida; la vida como material para alimentar las películas. Sin duda con él se apagó un faro (él, que precisamente vivía y murió en la isla de Fårö). Con suerte y su búsqueda de Dios ahora ya es exitosa. Con suerte para Dios, es justo precisar…
Un caballero regresa de las Cruzadas y lo espera, paciente, la fiel muerte. Para ganar tiempo, que equivale a ganarse la vida, el caballero sostiene con la parca una partida de ajedrez. La cinta es mucho más entretenida que este juego de tablero que, empero, sirve como provechosa metáfora. En la partida, así como en los diálogos que sostienen los contrincantes y los que se cruzan en el camino del cruzado, se ventilan temas predilectos de la baraja bergmaniana: Dios, vida y muerte. Sus preocupaciones metafísicas devienen físicas en una apuesta que no es épica. Es mucho más: una obra maestra para reflexionar antes del Apocalipsis.
Bergman juega libremente con la forma como pocas veces lo haría antes y después. Aquí, el parecido entre dos actrices (Liv Ullmann y Bibi Andersson) ofrece el pretexto para meditar sobre “el imposible sueño de ser. No parecer, sino ser”, para ajustar cuentas con la realidad, que “es diabólica”. El montaje invita a la asociación no racional, los claroscuros dividen el rostro en dos y hacen gráfico el conflicto de la cinta, en la que una actriz enmudece voluntariamente y la enfermera que la asiste habla hasta la crisis: “¿Es posible ser una misma persona al mismo tiempo? Es decir, dos personas”. La respuesta no está en el aire…
GRITOS Y SUSURROS (1971)
Al principio fue la luz, la que trabajó con rigor el cinefotógrafo de cabecera de Bergman, Sven Nykvist. Una vez puesta la luz, puede arrancar el drama, cuya intensidad alcanza las notas del melodrama. La historia da cuenta de una moribunda mujer que es asistida por sus dos hermanas y una fiel sirvienta. En la casona que habitan se oyen los gritos de dolor de la enferma y de una de sus hermanas, quien lleva un matrimonio farragoso. El apacible estilo de Bergman susurra para dar a los prolíficos diálogos una densidad estruendosa. El buen desempeño de Nykvist hasta lo escuchó Oscar, que le concedió la estatuilla de la especialidad.
SECRETOS DE UN MATIMONIO (1972)
La pareja ideal, interpretada por dos actores de cabecera, Liv Ullmann y Erland Josephson, entra en crisis. Él encuentra en una mujer más joven el calor que falta en casa. Y se marcha. Luego ambos tienen reencuentros cálidos y espaciados. Concebida como una miniserie y explotada como largometraje, la cinta presenta un matrimonio sui géneris, es decir, igual que todos: del amor y la comprensión a las profundidades de la imposible vida en pareja, Bergman aprovecha para ventilar secretos de su matrimonio. Al final, la vida conyugal muestra su infinita capacidad para aplastar al amor. Éste puede subsistir, sí: sin aquélla.
FANNY Y ALEXANDER (1982)
Los chamacos del título no sólo deben encarar la muerte del padre, sino el rigor que impone el hombre con el que se casa su madre. Para ellos se acaba la luminosidad de la casa familiar, donde la fiesta aporta alegría a la niñez. La cinta emerge del mundo de los sueños… y del teatro, y va de William Shakespeare y Hamlet a August Strindberg (autor al que Bergman rendía culto como cineasta y como director teatral). Si bien es cierto que el sueco siguió dirigiendo, por el lúcido retorno y trato a sus constantes, éste es considerado su testamento. ¡Y qué testamento!
Por duplicado: Antonioni
Apenas se hacía uno a la idea de concebir el mundo sin Bergman cuando hubo que hacerse a la idea del mundo sin el italiano Michelangelo Antonioni. El desencanto se multiplicaba, así, con la partida de uno de los artífices mayores del desencanto en el cine. Las películas de Antonioni no son las que uno procuraría para quedar bien con una chica en domingo (porque seguramente ella se aburriría y ambos verían el negro futuro que les espera a la vuelta de la bobina), pero son fundamentales para la historia del séptimo arte.
Con Antonioni el tedio se estanca a 24 cuadros por segundo y la pantalla se convierte en un incómodo espejo que alberga los sinsabores de eso que se ha llamado la modernidad, misma que él establece justo después del neorrealismo. El realizador recicló su gusto por la arquitectura para conformar su estilo, que tiene un sustento importante en el encuadre; posteriormente encontraría en el color un productivo colaborador (Sidney Lumet comentó que, en El desierto rojo, “al fin, se usaba el color con fines dramáticos, para ayudar a la historia y profundizar en los personajes”). Busca la autenticidad registrando a los actores después de la “acción”, cuando, “agotado el examen del drama o por lo menos lo que interesaba expresar del drama, sus puntas dramáticas más intensas, el personaje se quedaba a solas consigo mismo, con las consecuencias de aquellas escenas”. Así, mediante el registro del no drama, que ocupa una proporción importante del tiempo en “la realidad”, captura los signos de la modernidad.
LA AVENTURA (1960)
Una joven sale de paseo en yate con su novio y un grupo de amigos. En una pausa, en una rocosa isla, desaparece. Las búsquedas son inútiles: de ella no hay pista alguna. Mientras tanto, el novio inicia una relación con la mejor amiga de la desaparecida. Al final no hay “amor” que valga, y la fidelidad no alcanza a llegar a esta aventura. Antonioni confiesa que el rodaje de esta cinta fue uno de los más difíciles de su carrera. Tal vez la filmación fue toda una aventura, lo cierto es que la historia por momentos se estanca y deja la aventura sólo en el título.
LA NOCHE (1961)
El escritor Giovanni Pontano (Marcello Mastroianni) se prepara para asistir al cocktail de la presentación de su más reciente obra. Antes hace una escala en el hospital para visitar a un amigo moribundo. Pronto descubrirá que al hospital tendría que ir su matrimonio producto de “la torpe indiferencia nacida de la costumbre”, como anota Pontano en una carta para su esposa. El asunto surgió de la fealdad física del personaje de la esposa (que interpretó Jeanne Moreau); al final hay un verdadero estudio de la frivolidad ambiental. En la mañana que sigue a esta noche, para la pareja no brilla el sol…
EL ECLIPSE (1962)
“Dos personas no deberían de conocerse muy bien si quieren enamorarse. Pero entonces tal vez no deberían de enamorarse de ninguna manera”, confiesa Vittoria (Mónica Vitti, la mujer de Antonioni, tanto en la pantalla como fuera de ella). El encontronazo de los que viven buscándose, la distancia entre los que ya lo consiguieron, el desencanto al fin(al), he ahí el meollo. En medio están los gritos sin susurros de la Bolsa de Valores, circo elocuente de la sinrazón de los tiempos modernos. La conclusión es elocuente: una promesa para no separarse jamás es el mejor remedio para que los “enamorados” no vuelvan a verse.
EL DESIERTO ROJO (1964)
“No se trata de una película sobre sentimientos”, sino de la neurosis que vive una mujer (la Vitti, para no variar) que no puede adaptarse al ambiente industrial en el que vive y que en su registro resulta hasta bello. Para dar cuenta del malestar inefable de su protagonista, echa mano del color por primera vez: hace eco de la nomenclatura industrial (como en las tuberías, que se colorean de acuerdo con la sustancia que portan) y alterna colores fríos (“que no molestan”) con tonos cálidos que por momentos llegan a la perturbadora saturación. En Venecia lo apreciaron y mandaron el León de Oro a este desierto.
BLOW UP (1966)
La obra del argentino Julio Cortázar no ha inspirado películas particularmente brillantes. Con excepción del cuento “Las babas del diablo”, que, pasado por el filtro de Antonioni, dio pretexto a Blow Up. En ésta seguimos los pasos de un fotógrafo que cree interrumpir el curso de un asesinato, pero luego comprueba que lo que registra su lente no es lo que hay “en realidad”. Lo inasible y engañoso de ésta y la soportable inutilidad del ser están en el fondo de esta obra maestra de Antonioni, quien saca buen provecho de la limpieza fotográfica de Carlo Di Palma. En Cannes se llevó las palmas… y la Palma de Oro.