La clínica bajo el árbol: Maternidad en la Kenia rural
Texto* y fotos por Elizabeth Dalziel.
Cada vez que salgo de mi pueblo, al norte de Londres, y emprendo un viaje para tomar fotografías, llevo las de mis dos hijos pequeños. Traía conmigo las fotos de Ben y Joe cuando viajé a las zonas rurales de Kenia, en las fértiles llanuras donde los maasái han vivido desde hace miles de años. Iba a documentar el trabajo que hace el grupo Christian Aid para mejorar la salud de las madres; pero cuando presumía las fotos de mis hijos sonrientes, casi siempre me hacían una variante de la misma pregunta: “¿Por qué no estás muerta?”.
Si hubiera parido en Sitoka, podría haber muerto. Mi primer hijo nació cuando yo tenía 39 años; el segundo, tres años después. Mis expedientes médicos dejan en claro cómo me tenía clasificada el Sistema de Salud británico: “Madre geriátrica”, decían los papeles. Ambos niños nacieron por cesárea, uno de emergencia, pero los partos eran cosa de rutina para el pequeño ejército de obstetras, cirujanos, enfermeras, farmacólogos, anestesiólogos y personal de apoyo que revoloteaba a mi alrededor.
En Sitoka, una mujer de 39 años no es madre. Es abuela.
No existe, desde luego, el embarazo “normal”. Habla con cualquier grupo de mamás; todas tenemos nuestras historias de guerra: los abortos espontáneos, los partos inducidos, las complicaciones seguidas de cesáreas, las batallas para amamantar y la temida depresión posparto de la que sólo se habla en voz baja. O tal vez hayas conocido a un bebé prematuro que pasó sus primera semanas de vida en una incubadora. En pueblos como el mío, y probablemente como el tuyo, estas historias suelen tener un final feliz. El cirujano se apresura a detener la hemorragia, los neonatólogos salvan al minúsculo bebé. La diferencia es que en los lugares como Sitoka, los bebés muchas veces mueren. Y, a veces, las madres también.
En la Kenia rural, la tradición dicta que las mujeres deben parir en casa. Así se ha hecho siempre, con el apoyo de las parteras locales que tanto saben de los alumbramientos. Pero los siglos de conocimientos acumulados no siempre sirven para sortear los peligros de un parto en una choza con paredes de lodo.
Los proyectos que visité empiezan en el corazón de estas pequeñas comunidades kenianas, e integran a los curanderos y a las parteras tradicionales en la difusión de información acerca de los cuidados prenatales, la nutrición y la higiene; y luego, sobre la importancia de llevarlas a los hospitales cuando llega el momento del parto.
Una tarde, en el pueblo de Isiolo, vi a una joven de nombre Salomé dar a luz a su primer hijo, un bebé de tres kilos que llegó al mundo en una austera sala de parto de paredes verdes que constaba de dos camas separadas por sábanas que proporcionaban un mínimo de privacidad. Un par de enfermeras se encargaba del parto. Las parturientas traen sus propios cotonetes y sus alimentos.
Pero si las condiciones del alumbramiento no se parecían en nada a las brindadas por el Sistema Nacional de Salud en el Reino Unido, superaban por mucho las que Salomé hubiera tenido en su casa. Kenia ahora ofrece partos gratuitos en hospitales por todo el país, pero muchas mujeres no lo saben y muchos hombres no quieren pagar el transporte para llevar a sus esposas a los pueblos que cuentan con hospital.
Aprendí una cosa: esas mujeres maasái son fuertes. A los minutos del parto, Salomé ya se había bajado de la cama para encaminarse a un cubículo donde la enfermera le llevó a su bebé para que lo amamantara.
Quisiera haber tenido esa clase de fuerza cuando nacieron mis hijos. m.
* Traducción: William Quinn