Día de las Madres tras las rejas
Frank Martinez salta de un lado a otro, chillando de alegría. “¡Quédate ahí, mami!”, grita. “¡No llores!”. Cuando los niños desaparecen en un edificio para pasar por la revisión con rayos x, sus madres comienzan a sollozar.
Un evento anual del Día de la Madre, Get On The Bus, ofrece transporte gratuito para que cientos de niños visiten a sus madres encarceladas en el Instituto de California para Mujeres, en Chino, y otras prisiones estatales. 60 por ciento de las madres en la prisión estatal afirma que están retenidas a más de 160 kilometros de sus hijos, y las visitas son imposibles para muchos.
California encarcela a más mujeres que cualquier otro estado en Estados Unidos. Tres cuartas partes son madres. Los niños que se quedan con sus familias o en hogares de acogida a menudo se sienten abandonados, y algunos no ven a sus madres durante años.
Las visitas regulares a la prisión reducen las tasas de reincidencia de los padres y hacen que los niños tengan un mejor equilibrio emocional y sean menos propensos a convertirse en delincuentes, según The Center for Restorative Justice Works, la organización sin fines de lucro que dirige el programa Get On The Bus.
La reportera de Reuters Mary Slosson y yo reprimimos las lágrimas cuando entramos en una gran sala llena de madres que abrazan fuertemente a sus hijos y los hacen girar. Un chillido se eleva sobre la cacofonía de voces y risas cada vez que llega un nuevo niño: “¡Cómo has crecido!”, “¡Tus pies son tan grandes como los míos!”, “Te he extrañado mucho”.
Afuera, Norma Ortiz, de 31 años, arrulla y alimenta con una botella de leche a su hijo Axel, de 11 meses. Es la primera vez que lo hace desde que se lo llevaron, después de que ella diera a luz en prisión. Su madre, Olga, de 55 años, y sus otros tres hijos, la rodean con ánimo protector. Le pregunto a Norma qué siente al ver a su bebé. “No puedo hablar de eso”, dice, señalando a sus hijos. “Necesito ser fuerte para ellos”.
Otras madres persiguen a sus hijos alrededor de los aparatos de ejercicio y por el tobogán que hay en un pequeño patio de recreo, mientras un corpulento guardia de la prisión recorre el perímetro. La mayoría charla en silencio o se entretiene con juegos de mesa durante las pocas horas que pasan juntos.
Los niños se ponen de puntillas para alcanzar las máquinas expendedoras, que están fuera del alcance de los reclusos. Llevan bolsas de papas fritas y refrescos para sus mamás.
“Sé cómo dar volteretas”, se jacta Levell Jones, de siete años, ante su madre Shonta Montgomery, de 28 años, quien cumple condena por homicidio involuntario. Es la primera vez que la ve en 17 meses. Montgomery sienta al niño y comienza a atar el cordón de su zapato. “Cuando vayas a casa, lávate los cordones como solíamos hacerlo”, le dice.
“Nadie quiere ver a su madre tras las rejas”, afirma Christal Huerta, de 22 años, quien visita a su madre, Sonia Huerta, de 36 años, junto con su hermana Breeanna, de 12. El padre de las chicas fue deportado a México hace tres años, y ahora Christal cuida a sus dos hermanas en la casa de su abuela. “Es un poco triste, porque esperas tener a ambos padres contigo, enseñándote cómo ser un adulto y cómo ser responsable”, afirma. “Pero me han enseñado lo suficiente como para enseñar a mis hermanas. Necesitas tener mucha fuerza y paciencia para lidiar con lo que viene. Me alegro de que mis padres todavía estén vivos y pueda verlos. Otros no son tan afortunados. Estoy muy feliz por las cosas que tengo. Siempre trato de mantenerme positiva”.
A medida que la tarde se termina y los guardias comienzan a llamar a los niños para que aborden los autobuses de regreso a diferentes ciudades de California, el silencio se instala en el patio. Lakisha Perry, de 29 años, acuna a su hija Stephanie y besa su frente mientras ambas miran a lo lejos. “Quiero quedarme aquí contigo”, dice Stephanie.
Algunos niños lloran al tocar las manos de sus madres a través de una línea de cinta adhesiva en el piso, marcada con la leyenda “No cruces”, cuando un guardia de la prisión los hace salir. La mayoría se aleja aturdida por el silencio.
De vuelta en el autobús, los niños abrazan los animales de peluche que les dieron y miran como en trance la cerca de la prisión, que se aleja. Un par de chicas se acurrucan en posición fetal debajo de las mantas en los asientos y se duermen profundamente. El autobús lleva a todos de regreso a Los Ángeles para que continúen cumpliendo con sus propias condenas.