Donde habite el olvido
Mónica del Arenal – Edición 427
La memoria está íntimamente ligada a la conservación del patrimonio construido, que, como asidero físico, nos remonta a experiencias particulares que es útil traer al presente por cuestiones prácticas, emotivas, funcionales, simbólicas.
La ciudad puede ser vista como un palimpsesto, un documento con un soporte común (el territorio) en el que se ha sobre-escrito incesantemente, dejando las huellas de un texto anterior (las arquitecturas de cada época). Cuando la arquitectura de épocas anteriores a la nuestra sufre un arrasamiento pertinaz, difícilmente encontramos las claves que nos harían comprender nuestro pasado o el pasado de los nuestros, y quedamos en un paraje ajeno, en el que no nos identificamos. La memoria está íntimamente ligada a la conservación del patrimonio construido, que, como asidero físico, nos remonta a experiencias particulares que es útil traer al presente por cuestiones prácticas, emotivas, funcionales, simbólicas.
¿Qué pasa cuando no apelamos a la memoria? El psiquiatra Carlos Castilla del Pino observa que, para las personas, el olvido (lo opuesto a la memoria) puede tipificarse en dos sentidos: el que constituye un almacenamiento de recuerdos que evocamos sólo cuando son necesarios —exclusivamente por un asunto de economía de la mente—, y el que niega o rechaza un suceso, al que el autor denomina olvido por destrucción.
El entendimiento de la memoria colectiva (la de los habitantes de la ciudad en una perspectiva intergeneracional) constituye una interpretación de las experiencias vividas que indefectiblemente tienen como escenario el espacio físico. Si este referente se lleva al terreno del olvido por destrucción, o a la destrucción misma, entonces estamos perdidos. ¿Qué se puede hacer cuando un edificio o un monumento se convierten en un dato borrado total o parcialmente de la memoria del lugar? En el mejor de los casos, la tarea de un restaurador consiste en saber evocar la imagen y el sentido de un edificio que ha perdido su esplendor o su integridad, no en completar o reconstruir la forma que supone que tuvo. La reconstrucción de edificios y fachadas es una vulgar falsificación del espacio arquitectónico, pero eso es materia de otra reflexión.
Pocos son los restauradores con el sentido y la sensibilidad necesarios para intervenir sitios que han sido vulnerados. Valga como ejemplo la cabal intervención del arquitecto y restaurador Gonzalo Villa Chávez en el Ex Convento de El Carmen, en Guadalajara, hacia 1993. Lo relevante de su actuación, además de adecuar el edificio como espacio para exposiciones (y que también alberga oficinas), fue cuando, con un recurso sencillo de plataformas ahogadas al ras del suelo, coladas en concreto martelinado, señaló a manera de testigos arquitectónicos la ubicación de las bases cuadradas y fustes circulares de las columnas que conformaban el cuadrángulo del primer claustro, desaparecido cuando se mutiló el edificio para ensanchar la Avenida Juárez. En el año 2009, con la consigna de mejorar las banquetas del centro histórico, removieron los testigos que concienzudamente documentó y diseñó Villa Chávez. El absurdo al límite: primero destruyeron el claustro y luego los testigos de lo que fue el claustro. ¿A dónde va la memoria de una piedra sepultada entre ortigas? Tal vez, como dijo Luis Cernuda: “Allá, allá lejos, donde habite el olvido”. m