Con culpa (pero no tanta)
Hugo Hernández – Edición 432
Hay películas que no soportan la más ligera revisión y mucho menos la más tibia crítica, pero no importa: no dejan de encantarnos y tampoco podemos resistirnos a la tentación de verlas.
Sobre gustos no hay disputa, reza un dicho popular. Pero a todos nos gusta lo bueno. O, dicho de otra forma, incluso tratándose de apreciaciones harto subjetivas —como son las del gusto—, uno tiende a encontrarle virtudes a lo que les da origen, a justificar las elecciones. Aunque hay cosas que no soportan el autoengaño: por más que generan placer, nada se nos ocurre que pueda hacerlas encomiables al juicio de los demás, porque son indefendibles. Por eso el placer resulta culposo. En la música se puede traer a cuento a Supertramp y Abba. En el cine hay para todos los gustos.
Hay películas que no soportan la más ligera revisión y mucho menos la más tibia crítica, que son generosas en escenas inverosímiles o ridículas, que van de un exceso a otro sin reposo y mueven al llanto o al gozo de forma involuntaria. No falta, eso sí, el paréntesis ¿de lucidez? en el que uno tiene un irrefrenable ataque de pena ajena. Pero no importa. Porque no dejan de encantarnos y tampoco podemos resistirnos a la tentación de verlas cada vez que el destino —burlesco— nos las pone en el camino. Entonces no queda más que aceptar que a uno también le gusta lo mal hecho, reprocharse unos cinco segundos por la debilidad… y abandonarse al disfrute. Cómo no.
Las primeras películas que me vienen a la mente son cortesía del cine mexicano, que es más proclive a las “malhechuras” que a los pretextos para este tipo de placeres. Algunas sí son de plano inconfesables. Otras, con la pena, sí se pueden compartir:
Cuando los hijos se van
Juan Bustillo Oro, 1941
El título anticipa una perspectiva, la de la madre. Ésta, interpretada por Sara García, sufre como le cuadra a una cinematográfica madre mexicana: mucho. En particular por sus hijos. Y su Raymundo (Emilio Tuero) ha sido injustamente acusado de robo, por lo que debe irse de la casa paterna. Luego otro de sus hijos muestra su maldad y provoca que la novia de Ray y su padre lo rechacen. ¡Ay! Sé que es un placer malsano la frecuentación de melodramas como éste, pero al final uno se siente aliviado, pues descubre que, en comparación, las miserias cotidianas son tediosas nimiedades.
El Santo en el tesoro de Drácula
René Cardona, 1969
El Santo no sólo es un luchador invencible y un justiciero implacable. Aquí también es un científico que ha creado una máquina para viajar en el tiempo. Al pasado va una mujer que, como todas, “quiere con él”. Y cae en las garras del mismísimo Drácula. Entonces el enmascarado de plata tiene que resolver el entuerto. La primera vez que la vi —en la tele y en la niñez—, me asusté. Después me asusté menos y me reí un poco. Recientemente volví a verla: sin censuras, con los desnudos que habían sido eliminados para la distribución en México. Y entonces no pude reprimir las carcajadas.
Magical Mystery Tour
Paul McCartney, John Lennon, George Harrison, Ringo Starr, Bernard Knowles, 1967
No hubo guión. Y se nota. El pretexto de inicio es un viaje en autobús, y encadena un sketch tras otro. Algunos son mesurados y reservan cierta gracia; otros son excesivos y no son menos hilarantes. Hay pasajes soportables tan sólo porque queda claro que los Beatles se divirtieron haciéndolos. Los números musicales fueron considerados lo único valioso (¿a falta de videoclips, que aún no existían?). Su navideño estreno televisivo fue un fracaso. No obstante, cada que me la encuentro pienso que, con todas sus precariedades y miserias, es la mejor película navideña que he visto.
The Babe
Arthur Hiller, 1992
Es recordado como un gran bateador y un gran pitcher. En pantalla, además, aparece como un glotón capaz de prodigar chistes a pesar de las carencias de su infancia. Toda película beisbolera que se respete convoca a la desmesura, pero Arthur Hiller, el realizador de esta cinta, es mesurado. Acaso por eso es una de las películas sobre beisbol menos afortunadas. Pero ver a John Goodman en la camiseta de los Yankees, dando vida a The Babe, carcajeándose a cada rato y acumulando proezas con un habano en la boca, dentro y fuera del diamante, no es poca cosa. Es pura épica discreta.
Il Mostro
Roberto Benigni, 1994
El pretexto que desencadena este reservorio de despropósitos es un violador y asesino serial que ha matado a casi 20 mujeres y al que busca la policía. Un ladrón de poca monta, que posa la mirada ahí donde hay curvas que lo justifiquen, es considerado como el principal sospechoso. Y lo demás no es lo de menos: es una sucesión de escenas más o menos ridículas que remiten a las comedias sexuales italianas de los setenta y ochenta —como las protagonizadas por Edwige Fenech— y que empujan una carcajada tras otra. No hay nada sutil en esta entrega de Benigni. Afortunadamente.
Para ver
:: Placeres culposos de Martin Scorsese.
:: Top Ten según los críticos (2002).
:: Se vale votar para hacer el ranking.
:: En listas se rompen géneros: