Apuntes sobre el germen de la esperanza
Luis Orlando Pérez Jiménez – Edición 473
“Usted se va, pero nos deja coraje y decisión para enfrentarnos a cualquier institución”. Al escuchar esta frase, mi corazón comenzó a arder como una hoguera
Cuando Jesús de Nazaret fue asesinado por el poder político y económico de su época, sus seguidores se quedaron desconcertados frente al horror. No sabían qué hacer ante la forma tan brutal en la que su amigo había sido torturado y ejecutado por miembros del ejército imperial. Narra el Evangelio de Marcos, uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento, que un grupo de mujeres fue de mañana a visitar la tumba donde habían puesto su cuerpo sin vida, y, para su asombro, el cadáver no estaba ahí. En cambio, encontraron a un joven que les comunicó que el nazareno, el que fue crucificado, había resucitado.
Los efectos de esa resurrección siguen presentes en la realidad actual. Hace unos días pude acceder a ellos por medio de las voces de hombres y mujeres que se despedían de una persona que se había sumado a su causa —que implicaba arriesgar su propia vida, a pesar de que, como decía una mamá: “Usted no es de este país y tampoco nos conocía”—.
Al estar ahí, el papá de un joven desaparecido exclamó: “Sabemos que físicamente no lo volveremos a ver; sin embargo, sus actos se quedarán siempre con nosotros. Usted se va, pero nos deja coraje y decisión para enfrentarnos a cualquier institución”. Al escuchar esta frase, mi corazón comenzó a arder como una hoguera. Algo misterioso se estaba dejando ver ante nuestros ojos: su sola presencia física nos había permitido interpretar la realidad desde otro horizonte. Su cuerpo transfigurado, su trayectoria y su compañía habían sembrado fuerza para enfrentar las más duras batallas que están por venir. En la sala se respiraba un aire de renovación, un viento que sólo puede venir del Espíritu de Cristo.
Acto seguido, una mujer pidió la palabra: “Usted fue de los primeros que nos abrieron las puertas; fue el único que creyó cuando las opciones estaban cerradas. Por eso significa esperanza para la gente que sufre injusticias. A donde quiera que vaya, que Dios lo ilumine y lo proteja, la luz está contigo”. Para ese momento, notaba cómo las lágrimas corrían por las mejillas de quienes estábamos ahí. Muy adentro de mi ser había una experiencia de eso que se nombra como reverencia: era un movimiento que reconocía la presencia de lo divino entre nosotros.
Luego de lo anterior, la palabra fue escuchada. Abrazos, entrega de regalos y oraciones en medio del incienso nos envolvieron a todos como en una nube. Al centro, un par de vasos sostenía flores felices de estar ahí. Finalmente, un campesino comentó en voz alta: “Se siente el tiempo que uno convive con personas que han luchado. Admiro ese valor de poder hablar con la verdad. También respeto a los defensores de derechos humanos, porque yo sé que para trabajar por esa causa, te tiene que nacer del corazón”. El mensaje estaba dado. Testigos de ese momento, salimos uno a uno de la sala con el germen de la esperanza en nuestro interior. Algo nuevo habíamos notado dentro de nosotros… creer en la voz del que clama justicia, coraje y decisión.