Hay una serie de factores ambientales, sociales y económicos que influyen de forma directa en el desempeño del deportista. Y sí: dentro de ellos también se encuentra contar con los genes adecuados
El pasado fin de semana fui a San Diego, California, para acompañar a mi esposo en su segundo maratón. Por supuesto, mi labor fue meramente de aguadora y “echadora de porras”. Confieso que en algún momento de la vida intenté practicar con él la corrida de distancia. La experiencia terminó en desilusión y fracaso. Puedo asegurar que partes de mi cuerpo se oponían fehacientemente a la disciplina —como mis rodillas y talones— y terminé tratando de convencerme de que sencillamente yo era más apta para otro tipo de actividades. Así, me convertí en mera espectadora de maratones.
En el rol de corredora frustrada, me gustaba la justificación de que los corredores de elite deben tener algo que les facilita la práctica de ese tipo de ejercicios desde el principio, algo de lo que yo carecía. Y quizá fue por una necesidad de redención personal, pero parte de mi excusa la basé en la diversidad genética humana. Kathryn North, una pediatra en Boston que estudiaba las causas de la distrofia muscular, descubrió un gen llamado ACTN3. Este gen, cuando se expresa, produce una proteína estructural llamada alpha-actina-3, que ayuda específicamente a las fibras musculares de contracción rápida y permite al cuerpo generar movimientos explosivos con más empuje del normal, lo que es de magnífica utilidad en las carreras de rapidez —o quizá para huir de un malhechor–. El ACTN3 se identificó desde entonces como el gen de la velocidad. Sin embargo, lo que me pareció más increíble fue la exploración subsecuente: cuando North hizo la secuenciación genética de los corredores de elite de las Olimpiadas resultó, de forma contundente, que casi t-o-d-o-s tienen la expresión completa del ACTN3.
Descubrí también un caso muy famoso, el del deportista finlandés Eero Mäntyranta, siete veces medallista olímpico en deportes de invierno de alta resistencia. También contaba con una variación genética, pero ésta le permitía incrementar el número de glóbulos rojos y hemoglobina en la sangre de forma natural, ayudándolo a transportar 50 por ciento más oxígeno que cualquier otra persona. Utilísimo para subir montañas de grandes alturas y en deportes de resistencia.
Imaginen entonces a un hijo de Mäntyranta con una chica que tiene el ACTN3 activado: más de la mitad de oxígeno en la sangre y una explosión energética muscular. Quizá sería imparable, un súper humano. Sin embargo, la realidad es que más de 200 genes están potencialmente involucrados con el desempeño físico, no sólo uno. Y por encima de eso también hay una serie de factores ambientales, sociales y económicos que influyen de forma directa en el desempeño del deportista. En conclusión, para llegar a ser uno de estos atletas de elite, hay que conjuntar variables exactas y, sí, dentro de ellas, tener los genes adecuados, pues de lo contrario sencillamente se estaría en desventaja para participar, digamos, en Tokio 2020 (lo digo por sí traían el pendiente). m.