Dos lecturas sobre el pequeño paso de Armstrong
Carlos Enrique Orozco – Edición
El pasado lunes 20 se cumplieron 40 años de la llegada del hombre a la Luna. Formo parte de la generación que crecimos viendo por televisión las expediciones espaciales del proyecto Apolo. Recuerdo que me pasé muchas horas de madrugada frente a la aparatosa Telefunken familiar esperando la borrosa señal del “Pájaro madrugador” (no es albur, así tradujeron al español el nombre del satélite Early Bird) para ver fascinado los viajes espaciales. Con la llegada del primer hombre a la Luna me asombró tanto la capacidad tecnológica en sí misma como el hecho de que se podían transmitir esas imágenes – que ahora parecen de la prehistoria – por la televisión y llegar a “todos los hogares del mundo”, como les gustaba decir a los conductores de televisión de aquellos tiempos. Confieso, con un poco de pena, que más que Neil Armstrong o cualquier otro astronauta, mi secreta ilusión era ser comentarista de televisión especializado en viajes especiales. Seguir el ejemplo de Jacobo Zabloduvsky, Miguel Alemán Velasco o Pedro Ferriz Santamaría. Sin embargo, debo decir también que desde aquellos años maravillosos, ya sospechaba que para los estadounidenses era tan importante presumir al mundo sus hazañas espaciales, – lo que ahora llamamos el efecto mediático – como los propios resultados e innovaciones tecnológicas obtenidos en sus expediciones. Nunca dudé de la llegada del hombre a la Luna. Algunos amigos pensaban (y lo siguen afirmando) que todo era una farsa propagandista montada por los gringos en un estudio de televisión secreto para engañarnos a todos, lo que muestra que las teorías conspiracionistas no son una invención reciente.
El escritor Norman Mailer tenía una postura crítica ante el suceso, pero no escéptica. Mailer escribió una serie de reportajes para la revista Life que se publicaron en 1970 en forma de libro con el título de Of a Fire on the Moon (editado en castellano por Plaza y Janés como Un fuego en la Luna). En esos reportajes, Mailer se preguntaba si “la Misión Apolo era la más noble expresión de la era tecnológica o la mejor evidencia de su inutilidad”. Hay que recordar que en 1969 los hippies con su ingenua crítica a la tecnología era un movimiento cultural importante que dominaba ciertos ambientes intelectuales en Estados Unidos. Paradójicamente viniendo de Mailer – por haber tenido formación de ingeniero y haber sido uno de los creadores del nuevo periodismo estadounidense – el texto parece más un ensayo crítico de las implicaciones sociales, económicas, éticas y culturales de las expediciones espaciales que una observación detallada y minuciosa del viaje del Apolo XI. Sin embargo, vale la pena leer el texto de Mailer; no es de sus mejores obras, está muy lejos de La balada del verdugo o Los hombres duros no bailan, pero nos puede transportar a cómo se vivía a finales de los años 60 en Estados Unidos. Por cierto, la editorial alemana Taschen acaba de publicar una nueva edición de lujo del libro de Mailer con muchas fotografías (hasta una firmada por Edwin Aldrin, el segundo hombre en la Luna); cuesta 750 euros por si alguien se interesa la puede encargar al sitio de la editorial www.taschen.com
La llegada del hombre a la Luna vista por televisión no fue muy diferente en Guadalajara que en un pequeño poblado español, bautizado como Mágina, por su creador Antonio Muñoz Molina en la novela El viento de la Luna (publicada por Seix Barral en 2006). En este texto, Muñoz Molina es fiel a su estilo cuidadoso para contarnos una historia que bien podría ser autobiográfica, pero también generacional de quienes vivimos de niños, a la distancia y por la televisión, el primer viaje tripulado a la Luna en 1969.
La novela tiene varias voces narrativas. La primera es del personaje central que tiene unos doce años. Un joven campesino de la España pobre. Vive cargado de hormonas y de tensiones eróticas que intenta resolver en la soledad de su habitación con la ayuda de su febril imaginación, aunque no exento de culpa inducida por la ignorancia y su formación franquista y salesiana. Pero también los protagonistas son los tres astronautas del Apolo XI observados a la distancia e imaginados en sus actividades programadas hasta el más mínimo detalle para el éxito de la misión. El primer capítulo, escrito en segunda persona, les habla a cualquiera de los tres astronautas:
Esperas con impaciencia y miedo una explosión que tendrá algo de cataclismo cuando la cuenta atrás llegue a cero y sin embargo no sucede nada. Esperas tumbado sobre la espalda, rígido, las rodillas dobladas en ángulo recto, los ojos al frente, hacia arriba, en dirección al cielo, si pudieras verlo, detrás de la curva transparente de la escafandra, que te sumergió en un silencio tan definitivo como el fondo del mar cuando terminaron de ajustarla al cuello rígido del traje exterior.
Con alguna excepción (un capítulo casi completamente dialogado), la novela es minuciosamente descrita y detallada por Muñoz Molina. Es el recuento de la vida en la Tierra en los días en que el Apolo XI se posó en el Mar de la Tranquilidad. El viento de la Luna nos recuerda que el pequeño paso de Armstrong también fue un paso adelante para una generación de niños y jóvenes que vivimos fascinados el nacimiento de una nueva época.