“Tu mach” Biutiful
Hugo Hernández – Edición
Con Biutiful (2010), Alejandro González Iñárritu empieza la vida sin Guillermo Arriaga. El divorcio de realizador y guionista abrió la puerta a la curiosidad (cercana al morbo, no está de más puntualizar) y ésta se convirtió en uno de los ingredientes que obligan a mirar con (¿mayor?) atención la cinta de marras: ¿qué cuentas habrá de dar el cineasta con una historia ajena a la pluma de su otrora colaborador habitual? (Más o menos el mismo morbo, pero al revés, que generó Fuego, el primer largo de Arriaga como realizador).
González Iñárritu, autor de la historia y coautor del guión, parte de un pretexto que está lejos de ser original y deja ver su obsesiva voluntad porque el resto lo sea. En marcación personal por las calles de Barcelona sigue a Uxbal (Javier Bardem), quien se entera que padece un mal terminal y se hace a la idea de que su fin está más cerca de lo que pensaba (si es que lo pensaba). Entonces el susodicho se da a la tarea de redimir los males a los que contribuyó; y si llenó algunos calcetines con billetes mal habidos, producto de una mezquina labor intermediaria entre la policía (tan corrupta allá como acá) e inmigrantes negros y amarillos, ahora se empeña en hacer menos ardua la inhumana estancia de los últimos (que en el primer mundo nunca serán los primeros, a menos que pateen balones con eficacia). No son menores sus empeños con su hija y su hijo (menores, sí, con su esposa): dado que Uxbal no tiene recuerdo alguno de su padre, se esfuerza por dejarle a sus chamacos una (buena) imagen. Las cartas están sobre la mesa, el resto es puro estilo.
González Iñárritu cuenta con la valiosa colaboración de Rodrigo Prieto en la cinefotografía y perpetra un dispositivo que se sustenta en: cámara en mano, planos cerrados y constante movimiento; luz dura con tendencia a la subexposición, con poco colorida paleta y frías tonalidades; montaje más o menos caótico y elipsis poco ortodoxas; sonido “sordo”, a menudo cercano a la saturación y que en general elude la limpieza del cine clásico. En conjunto, estos elementos, que a más de alguno resultarán incómodos, dan imagen y sonido a un sórdido realismo, dan cuenta de la zozobra que invade a Uxbal, de su aturdimiento. (A Arturo Ripstein, dicho sea de paso, le basta con caminar a unas cuadras del Zócalo capitalino para dar con una sordidez similar).
El deambular de Uxbal es errático pero tiene un objetivo: dejar una imagen suya para la posteridad. Su vida, como la tuya y la mía, deviene trágica apenas cobra conciencia de la muerte que ya viene. Y Uxbal (nos) lo descubre: su tragedia es la tragedia del género humano, por eso su redención involucra a los marginados de diverso origen y similar condición. Ya sabíamos que Iñárritu, en el fondo y en la superficie, lo sabe: el humano, que empieza por reproducirse, termina por empeñarse en dejar constancia de su ego, en los suyos principalmente, pero no solamente. Y la humanidad toda apenas le alcanza a Uxbal-Iñárritu: actuando así, el personaje es ambicioso; el cineasta, pretencioso. (El realizador-guionista pone sobre la mesa el asunto que verdaderamente interesa a su personaje, pero no es consecuente con él, porque no sigue lo que sugiere: antes que la suerte de su descendencia, lo que preocupa a Uxbal es imprimir en ella una huella indeleble).
Con todo y que el asunto principal es de por sí universal, de que en juego está la suerte de los desheredados del mundo uníos, de que la mayor parte del tiempo uno ve aquí, cerquitas, el uxbaliano sufrimiento, confieso que sólo en un par de momentos se sacudió mi indiferencia y me descubrí conmovido: con todo y que queda claro que cada plano está trabajado con rigor, que el nerviosismo y la urgencia característicos del cine de Iñárritu están ahí, que Bardem como de costumbre tiene un desempeño notable (considerando además que, insisto, tiene la cámara “encima” la mayor parte del tiempo), el dispositivo es, para decirlo en una frase aparentemente contradictoria, más visible que sensible. Para acabarla, de vez en vez, somos testigos del ejercicio del singular don de don Uxbal (que, además, cobra por un servicio que debe ofrecer gratis): es capaz de escuchar los postreros lamentos de los muertos, desliz a lo sobrenatural que, si aporta algo a sus tormentos, poco o nada aporta a la cinta.
En Biutiful, Iñárritu revisita temas ventilados en Amores Perros (2000), como la fraternidad conflictiva, la riqueza económica que es posible encontrar incluso entre los aparentemente desposeídos; la culpa, la herencia, la ausencia y la muerte, como en 21 Gramos (2003). Pero como en Babel (2006), el cineasta va por más, por todo; así, como decía líneas arriba, se ve a un cineasta más pretencioso que ambicioso: sus afanes por lanzar un mensaje universal (pensando en Cannes como plataforma, aventuro), por buscar entre otras cosas sensibilizar al primer mundo sobre las miserias en las que se asienta, le hacen perder de vista la universalidad que ya está ahí, la emoción que está, ésta sí, en otra parte. Y si los conflictos familiares en y por sí mismos ya daban para el drama e incluso para el melodrama, saben a digresión las miserias migrantes, el desliz homosexual en amarillo, los poderes al estilo Sexto Sentido. Entrega, al final, poco de “tu mach”.
Biutiful
Director: Alejandro González Iñárritu
Actores: Javier Bardem, Maricel Álvarez, Hanaa Bouchaib
España, México, 2010