El festival que se nos fue

El festival que se nos fue

– Edición

La edición 26 del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, recién concluida, deja numerosos asuntos para el comentario y la memoria. No todos son positivos, tampoco son todos negativos, y aunque hay más de un “prietito” en el arroz y la luz salió con Patricio Guzmán, tampoco se puede hablar de una edición gris. Veamos, pues, lo que nos dejó el Festival que se nos fue.



            Para empezar, me parece pertinente anotar lo relativo al cambio de sede. Creo que en términos generales el paso a la Expo fue afortunado, pues ahí se pudo convivir más y mejor con la gente que va a presentar sus películas. Con las proyecciones en la Sala Diana Bracho, donde se llevó a cabo la mayor parte de las funciones para prensa, pasa algo diferente. Si bien es cierto que la calidad de la imagen fue buena, era un inconveniente para no pocos espectadores la entrada de los que llegaban tarde, pues los ingresos, ubicados más o menos a la mitad y separados del exterior por una puerta y una cortina, a menudo dejaban entrar la luz. El sonido era bastante deficiente: entre que el nivel no era el óptimo y penetraban cualquier cantidad de ruidos (sobre todo los que venían de la sala de las conferencias de prensa, que estaba ahí nomás, al ladito), era relativamente fácil distraerse.


            Las proyecciones en Cinemark tenían como primer inconveniente la ubicación de las salas. El acceso no es sencillo, a menos que se decida recorrer el laberinto interno del estacionamiento, que, además, es carísimo. Si uno entraba a pie y tenía la suerte de montarse al elevador, había que evitar ver con ojos sospechosos a los otros “pasajeros”, pues la caja que sube y baja guardaba un olor entre comida china y comida china digerida. Si los descensos o ascensos se hacían por las escaleras, el olor era menos fuerte pero no menos desagradable. Una vez que uno bajaba, cual minero, había que recorrer una parte del estacionamiento hasta llegar a las salas. Ahí el espacio está pensado para que ingresen y circulen pocas personas, por lo que si coincidía el término de una función concurrida con el inicio de otra, el tránsito era conflictivo (que no nos agarre un temblor allá abajo, por favor). Si a eso le sumamos la mediana desorganización que se presentó en algunas de estas funciones, no era extraño escuchar furibundas quejas. (La desorganización se hizo evidente en todas las salas, incluyendo la de prensa, y el malestar de la gente que fue invitada o acreditada se sumaba al del público: a imagen y semejanza de los gobiernos sexenales locales, el Festival parece que recomienza con cada nuevo director, y lo que ya funcionaba ahora presentaba deficiencias ostensibles, como los mentados accesos a las salas.)


            En lo que respecta a las películas en concurso, una vez más vimos que en la ficción mexicana no hay competencia. Entre comedias insulsas, dramas sin sustancia y thrillers sin emoción, la mejor película fue El premio (2010) de Paula Markovitch, que con justicia ganó el premio de la categoría. Al parecer a la gente que hace ficciones en México no le interesa ni México ni el cine, y queda la sensación de que si tienen algo que decir no tienen la habilidad para decirlo: no parece que les apasione lo que hacen, no parecen aludidos por aquello que abordan, no se ven ni se sienten vísceras en imágenes y sonidos. No es de extrañar, así, que la película ganadora, sin malinchismo de por medio, sea de una argentina que habla… sobre Argentina.


            En la ficción iberoamericana sí hubo competencia, pero indudablemente la mejor ha sido Postmortem (2010) de Pablo Larraín, quien continúa la exploración de la miseria moral de ese sector del pueblo chileno que no sólo no defendió a Salvador Allende, sino que se convirtió en el terreno fértil para el golpe y la dictadura. El resultado es fenomenal, y es justa ganadora del premio de la especialidad.


            El documental iberoamericano ha tenido en Patricio Guzmán, un guerrero lúcido e infatigable. Nostalgia de la luz (2010) es, también, un justo ganador. En el documental mexicano se puede ver lo mejor del cine nacional actual, y aunque no ganaron, hay razones justificadas para celebrar la presencia en la competencia de los tapatíos Mauricio Bidault (Aquí sobre la tierra) y Jorge Creuheras Orozco (Ch’ulel).


            Al final creo que el balance es positivo. Si bien es cierto que este año queda la impresión de que la asistencia a las salas sufrió un descenso, las películas hicieron la fiesta. Parece que la desorganización y las descortesías serán parte inamovible del Festival, por lo que sólo nos queda desear que por aquí sigan desfilando las mejores propuestas nacionales e iberoamericanas. Ah, y también que las escuelas de cine de Ciudad de México se replanteen sus filtros de ingreso y sus planes de estudio. Sigo creyendo que ahora más que nunca es imperioso seguir apostando, y fuerte, por el cine nacional… documental.


 


Los textos que a continuación aparecen fueron publicados en el Periódico Mural entre el 25 de marzo y el 1 de abril:


 


 Chile: la gravedad de la memoria


 Dice el documentalista chileno Patricio Guzmán en Nostalgia de la luz (2010) que “la memoria tiene gravedad: siempre nos atrae”. Ahora el peso de la memoria lo lleva al desierto de Atacama y se guía por dos ejes: la exploración que desde ahí los astrónomos hacen del cielo (porque ahí están los más potentes observatorios de la tierra) y la búsqueda que, en el suelo, realizan algunas infatigables mujeres de los restos de sus desaparecidos (por ahí hubo un campo concentración de la dictadura militar). A ambos los une el pasado que se observa a través de los telescopios (que son “una puerta al cosmos”), pues como dice un astrónomo, “el presente no existe”.


            Nostalgia de la luz extiende la infatigable pasión y obsesión de Guzmán por ventilar la abominación del golpe militar de 1973 y sus consecuencias. Es particularmente ilustrativo el diálogo que sostiene con un arqueólogo, quien considera, como Guzmán, que es lamentable la incapacidad de los chilenos para abordar su pasado reciente. Y el cineasta cree, con este científico, que “hay que vivir en estado de búsqueda”.


            Guzmán, que se hace presente mediante una constante voz en off y en la interacción con sus personajes, también toma distancia (y para ello es sano acoger la astronomía) y pondera el drama chileno en el ciclo cósmico. La memoria no descansa y es imperioso seguir explorando el pasado, y aunque sigue doliendo, se abre aquí una tregua, a veces poética, siempre emotiva, para seguir viviendo.


 


 


La miseria moral original


En Tony Manero(2008) Pablo Larraín seguía a un tipo gris y vacío que era pura emulación y era el prototipo del producto del régimen militar. Ahora, en Post Mortem (2010) registra la grisura de un tipo cuya facha se asemeja a la del “Flaco” Menotti y trabaja en la morgue redactando los reportes de las autopsias. Su calentura lo hace apasionarse por una vecina que es bailarina de burlesque, y la busca luego del golpe militar, pues su casa fue asaltada por el ejército


            Larraín saca muy buen provecho del fuera de campo (tanto como Haneke en El listón blanco) y muestra cómo el golpe militar, primero, y luego el gobierno que él impuso, encontraron en una población abúlica, egoísta y de una miseria moral grosera el caldo de cultivo para su instauración y éxito. 


            Una vez más la lentitud y la puesta en escena hacen tangible el deterioro humano. Y el resultado alcanza para un amplio registro emotivo, en el que cabe la indignación; y queda claro que para que el “animal racional” cruce el umbral que separa la dignidad humana de la abyección sólo le hace falta tener algún pretexto (la calentura, incluso Freud acordaría), pero sobre todo… la ocasión.


 


 


“El ejersito es malvado”


 La imagen se aclara sobre una fría playa y descubrimos que una niña avanza con dificultad sobre sus patines de ruedas. La lentitud se instala en largos planos, por lo general fijos, y, con la luz, la hostilidad del paisaje y la sordidez de la casa de la niña, al lado de la playa, se va conformando una atmósfera densa, opresiva. Algo marcha mal aquí, se ve, se oye, se siente. Luego sabremos que corren los años setenta en Argentina, y que la niña y su madre viven escondidas de la represión militar. Pero luego la niña participa en un concurso de redacciones para ensalzar al ejército, y ahí escribe lo que sabe, y concluye que “el ejersito es malvado”. Luego podrá enmendar el “detallito”, y gana el concurso, y el premio es amargo, para su madre y para ella.


            La historia que recoge Paula Markovitch en El premio (2011), su ópera prima, es breve pero sustanciosa. Como en La mirada invisible (2010) de Diego Lerman, la escuela es un microcosmos provechoso para ilustrar el deterioro moral que los militares y su mezquindad ilimitada instalaron en la sociedad. No es extraño, pues, que los niños padezcan en la escuela lo que sus padres en la calle: miedo, castigos fuera de toda racionalidad y la delación, producto de la tortura, como una forma de evitarse más dolor.


            En el estilo de Markovitch es perceptible la huella de los Dardenne y de Fernando Eimbcke (con quien escribió Temporada de patos y Lake Tahoe). Y si bien es cierto que la cinta tarda en arrancar y que por momentos es reiterativa, Markovitch consigue redondear su propuesta con apreciables dosis de emotividad. 


MAGIS, año LXI, No. 505, mayo-junio de 2025, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A. C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Édgar Velasco, 1 de mayo de 2025.

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