Después de Lucía
Hugo Hernández – Edición
En la promoción de Después de Lucía (2012) se hace hincapié en el abuso (que, como otras cosas, existe desde tiempos inmemoriales y parece cobrar morbosa novedad al ser tipificado en inglés): en el afiche puede leerse que “el bullying mata”. Si bien es éste uno de los asuntos centrales de la película, pensar que es el más relevante podría equivaler a tomar el síntoma por la enfermedad y a limitar las implicaciones de lo que propone Michel Franco en su segundo largometraje. La orfandad después de Lucía alcanza para hacer comentarios más amplios sobre las miserias del ser humano, ese animal social que a menudo lidia mal con sus pulsiones. No está de más explorarlos brevemente.
Después de Lucía registra las contrariedades de Roberto (Hernán Mendoza) y Alejandra (Tessa Ia), su hija, luego de la muerte de Lucía, pareja del primero y madre de la segunda. Ambos dejan Puerto Vallarta y se instalan en Ciudad de México, y mientras él inicia labores como chef en un restaurante de la colonia Condesa, ella ingresa a una preparatoria privada. Él no tiene ánimo ni paciencia para el trabajo; ella parece encontrar amigos. Sin embargo todo cambia cuando Alejandra tiene relaciones sexuales con un “amigo”, encuentro que es grabado por él y divulgado por internet. Entonces sus compañeros comienzan a acosarla y luego a abusar verbal y físicamente. Pero ella no dice nada… a nadie.
Franco propone un estilo que da un estatus realista al relato y hace del espectador una especie de voyeur: la cámara, a través de un lente normal, asume una postura contemplativa y registra por lo general planos largos y estáticos (a menos que la cámara viaje dentro de algún vehículo, como en el extraordinario planosecuencia inicial, en el que se manifiesta el malestar de Roberto y se presentan de forma sucinta algunos antecedentes de la historia); la puesta en escena rara vez elude el naturalismo y las actuaciones se mueven en un tono discreto; la economía de planos –funcional y plausible– da por resultado un ritmo apacible; el sonido, por su parte, tiende a ser fiel. El dispositivo es provechoso para dar cuenta del aturdimiento de Roberto y Alejandra, de las contrariedades que acarrea su incapacidad para vérselas con el duelo; hace sensible su depresión, que uno y otra mitigan en las abundantes horas que destinan al sueño y que no disimulan en la vigilia. El uso de la técnica, en resumen, hace palpable el estancamiento en el que están, su parálisis.
Una de las problemáticas que expone Después de Lucía tiene que ver con la comunicación. Se ilustran, así, usos y costumbres que son cotidianos hoy día, como el chisme masivo e instantáneo vía internet: “facebookeo” luego existo. No obstante –e irónicamente– en tiempos de supuesta hipercomunicación, Roberto y Alejandra sufren las consecuencias de la incomunicación, como ha comentado Franco en más de una entrevista. El ensimismamiento –casi autista– que padecen ambos les impide hacer saber al otro lo que les aqueja, ofrecerse soporte entre ellos o recibir ayuda de otros. Y por eso el abuso que sufre Alejandra crece como bola de nieve: para que su padre no se entere de su desliz, prefiere soportar en silencio las burlas y agresiones de sus compañeros.
El manejo de este tema merece un comentario aparte, pues Franco parece empeñado en exhibir, por momentos de forma más didáctica que dramática, un estudio de caso (en describir y explicar cómo funciona el bullying y cómo tiende a la desmesura) y lleva los abusos a extremos que parecen más bien demostrativos. La respuesta del espectador es predecible –entre la rabia y la indignación–, pues resulta muy difícil permanecer inmune ante el maltrato cada vez mayor que sufre Alejandra. En la ruta es significativa la ausencia paterna: como Tony Kaye en Indiferencia (Detachment, 2011), Franco no da ningún protagonismo a los padres (incluyendo a Roberto), que aparecen sin aparecer, en segundo plano y fuera de foco, incapaces de cuestionar a sus criaturas, de asumir un rol de autoridad, ya no digamos de guía. El comentario, además, está dirigido a una clase social en particular: como en Daniel y Ana (2009), la ópera prima de Franco, los personajes pertenecen a la burguesía.
Después de Lucía invita a reflexionar sobre la fragilidad de los acuerdos y la hipocresía que rigen la convivencia en sociedad, sobre lo fácil que es que uno se ubique en una supuesta superioridad moral, sobre lo endeble de la tolerancia que, en el peor (¿o en el mejor?) de los casos, es el sustento de ella, sobre la violencia que más temprano que tarde se hace presente y que pasa en algún momento por la sexualidad (como también sucedía con el primer largometraje de Franco, en la que dos hermanos son secuestrados y obligados a tener relaciones sexuales, que además son grabadas). Entre las consideraciones de Rousseau, que apuntan que la vida en sociedad hizo del buen salvaje un mal ser humano, y las de Hobbes, que anotaba que sin la mediación de una autoridad vigilante la agresión sería la constante, el segundo parece estar más cerca de lo que terminamos viendo en pantalla… y fuera de ella. Como Michael Haneke en El listón blanco (Das weiße Band – Eine deutsche Kindergeschichte, 2009), Franco muestra cómo a partir de eventos de diversa gravedad el otro deja de ser considerado como un ser humano y se convierte en un homúnculo al que es legítimo hacer objeto de vejaciones, a convertirlo en depositario del mal, que sólo necesita un empujoncito para crecer y desarrollarse. Y esto sucede en edades tempranas, no está de más subrayar.
Además de los reproches a la cinta sobre los mencionados excesos demostrativos, se le podrían hacer algunos cuestionamientos sobre el manejo del realismo, pues algunos pasajes son poco verosímiles. No obstante, en las sugerencias o atisbos que ofrece en otros momentos, relacionados con algunos acontecimientos o sus implicaciones, se observa una sutileza y una agudeza notables. Después de Lucía es una película adolescente en más de un sentido, pero deja oír una voz atendible, la de un cineasta en proceso de apropiación de sus medios y en pleno crecimiento. El balance es bastante positivo, y habría que anotar a Franco entre los miembros distinguidos de “la onda Reygadas” (acaso lo mejor que le ha pasado al cine mexicano en los últimos diez años) en la que es posible reunir a directores que apuestan por el cine sin maquillaje y exploran la brutalidad del estatus quo, y en la que cabría inscribir lo mismo a Gerardo Naranjo (Miss Bala) que a Amat Escalante (Los bastardos). La labor de Franco alcanzó para que Después de Lucía obtuviera el premio principal de la sección Una cierta mirada en la más reciente edición del festival de Cannes.