HISTORIAS REDONDAS (ÚLTIMAS)
Eduardo Quijano – Edición
FINAL DE FIESTA
El fútbol habla de grandeza en español. Este lenguaje refiere -al fin!- la madurez expresiva de una generación de futbolistas que ha entregado su obra mayor y perdurable al conseguir la Copa del Mundo. Campeón por sus virtudes, España es el clímax de un ensamble futbolero solidario y generoso. Una final terriblemente exigente, de muchas maneras insensata y hasta siniestra, ha sido el escalón hacia el pedestal universal. Este último capítulo encontró a su protagonista perfecto: un héroe de pequeña talla y gran inspiración como Andrés Iniesta, el artesano manchego de jugadas mágicas y goles de excepción.
Al igual que hace un año en Stamford Bridge cuando un agónico tanto suyo condujo al Barça a la final de la Champions, Iniesta (no olvidar tampoco a Xavi y Busquets), tuvo en los momentos más complicados, aliento y corazón templado para rescatar a sus equipos.
El mundial en manos de España alguna compensación ofrece a quienes durante 31 días padecimos los partidos deleznables de un torneo de perfiles esperpénticos. Por fortuna, hay campeón. En Johanesburgo ha prevalecido el arte sobre la furia, el estilo más que la astucia, el buen fútbol por encima de las estrategias. Triunfa la inquebrantable decisión de un grupo para borrar pasadas frustraciones y tomar por asalto el presente con esta hazaña monumental. Quizás, como sugiere Javier Marías, el mayor logro es que no tiene referencia y hoy es sólo hoy.
A pesar de la energía civil y virtudes democráticas que el presidente Zapatero ha destacado de su selección, España es un equipo tan admirable como falible. La auténtica grandeza de su reino es que, por humildad y extirpe, pertenece a este mundo. Tuvimos contacto con sus limitaciones desde el primer partido contra Suiza. El campeón que menos goles –ocho- ha anotado en la historia de los mundiales no ha sido ajeno a incertidumbres en sus duelos decisivos con Paraguay y Alemania. Sin embargo, hay que decirlo, con lo mucho o lo poco, siempre encontró caminos para reinventarse.
Holanda, en cambio, ha dejado un agrio sabor de desesperanza. Este equipo naranja eligió la peor de las apuestas para ganar o sobrevivir: pisotear su histórico estilo ofensivo, renegar del balón y enfrascarse en la tosquedad de las patadas, el antifútbol y el juego dividido. La naranja mecánica se transformó en la pandilla de futbolistas ramplones y pendencieros. Casi consigue réditos de su infamia, pero Robben que las tuvo, se entregó a Casillas en dos oportunidades claras.
Como se ha confirmado en la final, una permanente pesadilla en Sudáfrica fue el arbitraje. La insultante interpretación del reglamento y erráticas decisiones de una buena parte de los colegiados, ha puesto cicatrices ominosas sobre el rostro de la FIFA. La ceguera del inglés Howard Webb fue un grueso recordatorio de esta indignante lacra.
Ganar el Mundial para España no significa consuelo a sus millones de desempleados, ni siquiera un breve paliativo para la profunda crisis económica y desequilibrios sociales que la acompañan. Hay que reconocer en esta hora exultante para muchos, que al menos ofrece una ventaja: poseer un sitio en la cumbre donde las promesas son cumplidas, donde los hombres pueden ser libres y felices simplemente jugando con un balón.
En un mundial vaciado de calidad, con más sombras que luces, la selección de Vicente del Bosque ha devuelto al juego algo de su sensualidad perdida y de su hechizante inspiración. Ha puesto en claro que no todas las victorias son tramposas y aparentes, las hay como ésta, noble y feliz que nos pertenecen a todos. Incluso a los que soñamos con una Holanda que en el juego decisivo nunca apareció.