Las primeras imágenes de Medianoche en París (2010) conforman un prólogo que emula al de Manhattan (1977). No se escucha la voz de Woody Allen, pero sí la música que acompaña y acompasa una serie de postales de las calles y edificios emblemáticos de París (y si el de la cinta neoyorquina culminaba con el metro desfilando tras el Yankee Stadium, aquí lo hace frente a la Torre Eiffel). El resultado sabe más a auto homenaje que a homenaje a París, pero aun así, de esta forma, la Ciudad Luz ofrece un inicio luminoso.

El argumento sigue los pasos de Gil (Owen Wilson), un americano en París que llega con su prometida y sus prometidos suegros. Él se gana la vida haciendo “trabajitos” para Hollywood, pero quiere renunciar a eso y ser, como Hemingway y Fitzgerald (y García Márquez y Vargas Llosa y…), un escritor en París. Pero su futura esposa sólo piensa en la boda mientras dedica su presente a un odioso amigo (odioso para él, se entiende). Entonces Gil se refugia en la ciudad de los años veinte, y cada medianoche departe con Hemingway  y Fitzgerald, pero también con Gertrude Stein, T. S. Elliot, Dalí, Picasso y Buñuel, entre otros. Y sus aventuras por el pasado le aclaran el presente y le iluminan el futuro.

            Gil sufre “el complejo de la edad de oro”, que grosso modo se resume en aquello de “tiempos pasados fueron mejores”. El diagnóstico es claro: “Lo padece esa gente a la que le cuesta enfrentarse al presente”, pues “la nostalgia es negación del presente doloroso”. Y entonces la patología abre la puerta a la fantasía. Y es fantástico, pues la puesta en escena permite revivir los esplendores de los artistas que nos dieron mitos. Pero si parece que la película es más nostálgica que fantástica, Allen sabe encontrar la forma de establecer un diálogo entre lo que se quiso ser y lo que se puede ser. Y todo pasado resulta mejor cuando no es el de uno (idealización pura, pues), y al final no es sano quedarse por allá.

            En la ruta, eso sí, la memoria aporta material brillante, atmósferas mágicas en las que se escucha a Cole Porter y a Josephine Baker, pasajes gozosos en los que Hemingway  lanza más de un aforismo. Y si Gil, que  “cuando se trata de escribir no siente el menor respeto por la opinión de los demás”, le pide que lea su novela, espeta: “Si es mala la odio: odio la mala literatura. Si es buena la envidiaré y la odiaré más”.

No menos valioso es el recordatorio que hace la Stein: “La tarea del artista es no sucumbir al desespero, sino buscar un antídoto para el vacío de la existencia”. Woody lo sabe, y también sabe sonreír ante la angustia, e imprimir humor y malicia a su propuesta, y como en sus mejores momentos (y vaya que son abundantes) ofrece una cinta que invita a la hipérbole. De su cámara surgen maravillas, otra vez. Y ahora que filma en otras ciudades (luego de Londres, Barcelona y París viene Roma) me sumo a aquéllos que proponen que en lugar de patrocinar telenovelas de cuarta, las autoridades tapatías patrocinen una película de Woody (impuestos bien utilizados, si los hay). Tal vez él sí pueda encontrarle una buena cara a Guadalajara; ellas no.

Texto publicado en el suplemento Primera Fila del Periódico Mural de Guadalajara el 12 de agosto de 2011