Los fantasmas de Leandra

Los fantasmas de Leandra

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Leandra pertenece a una familia de derecha, conformada por ex militares y carabineros partidarios de la dictadura de Pinochet. Ahora participa en los movimientos sociales para expiar los fantasmas de su pasado.

Su nombre completo es Leandra Paz Araneda Lezana. Tiene 33 años. Es madre soltera de cinco hijos —tres hijos de sangre y dos más adoptados— y hasta hace unos días antes de nuestro encuentro se mantenía gracias a una pequeña empresa de banquetes. Leandra es una de esas mujeres que no aparecen en la portada de las revistas de moda: complexión gruesa, cabello castaño largo, ojos verdes y cara ovalada. Sus rasgos la homogeneizan entre los miles de santiaguinos. Sin embargo, un pequeño matiz a distancia la hace salir del anonimato colectivo, y no es precisamente la abertura que tiene entre sus dos dientes frontales —blancos y grandes—: Leandra es una luchadora social. Este ‘nuevo’ oficio que las falsas democracias se encargaron de crear y que no cuenta con nombre propio ni con un sustantivo que lo definía.

La dinámica diaria de Ale (como también se le conoce) dista de un orden simétrico. Y es que en la franja no hay horarios: “La noche es día, el día es noche”, dice. Ale es coordinadora de la Asociación de Padres y Apoderados en la Defensa de la Educación (CORPADE). También forma parte de un grupo de protectores de los derechos de los animales. Hoy ha dormido nueve horas. Ayer no durmió, al igual que hace tres días. Las últimas tomas de los liceos han matado de golpe su descanso. En la lucha no hay recompensas monetarias ni descanso. “La última toma fue en un liceo en Puente Alto. Todo ocurrió en plena madrugada: sonó el celular, me vestí y salí de casa para auxiliar a cinco chicos que habían sido golpeados y maltratados por los guardias del centro, porque pensaban que querían asaltar el lugar. Una cosa ridícula”.

Según cuenta Leandra, la escena era atemorizante: los niños victimizados mostraban heridas en sus brazos, piernas y espaldas. A uno de ellos un guardia le rompió la cabeza de un palazo. “Fue inaudito. Los guardias llegaron primero a la comisaría que nosotros, pues nos demoramos en internar al chico; y al final, los uniformados denunciaron primero los hechos. Esto causó que, en cuanto el niño afectado fue dado de alta, se lo llevaran  a la comisaría a declarar”.

Chile es un contraste. Aquí no hay medias tintas ni medios golpes. Según Leandra, los temas de actualidad para la mayoría de las familias chilenas están prohibidos en la mesa. “Aquí la gente ve la televisión o los periódicos de circulación nacional, entonces, el enfoque que se le da a cualquier ‘movimiento’ siempre es dirigido hacia a la violencia o a los encapuchados. La gente se queda con esa idea de que están pidiendo algo imposible. Parece como que se hubiesen acostumbrado a quedarse con lo que hay. La gente ya no tiene ganas de pelear”, musita y luego bebe un sorbo de su té de manzana natural.

La realidad no es ajena a nadie y bien lo sabe Leandra, quien es el claro ejemplo de contrastes: pertenece a una familia de derecha, conformada por ex militares y carabineros partidarios de la dictadura de Pinochet que azotó al país sudamericano por más de una década. “Que yo salga a la calle y que esté en contra de ese gobierno genera desgaste entre los míos”, dice Leandra, quien se define como la “oveja negra” de la familia. “Yo siempre estuve en un núcleo en donde no se conocía la realidad del país. Vi muy poco lo que fue la dictadura cuando era chica. Nunca supe que hubo desaparecidos. Pasaron muchos años para que yo me diera cuenta de lo que sucedía en el país”.

Es posible imaginarlo: todos los días Leandra despertaba y dormía, hablaba y pensaba, en una realidad que le habían creado. Recuerda a detalle los momentos en los que su vida, sus ideas y su futuro dieron un giro. Tenía 13 años. Sus padres la cambiaron de un colegio privado a uno público por problemas económicos. Fue una radicalización de polos: de estar rodeada por compañeras con aspiraciones religiosas y matrimonios perfectos, se encontró de pronto entre chicas militantes del Partido Comunista, tan distintas de pensamiento como de aspiraciones. Algunas de ellas habían sufrido la desaparición de algún familiar o amigo. El cristal, ese que sirve para ver la realidad y la pinta según su color, había cambiado. “Lo que yo veía en mi casa no era realmente lo que sucedía”, recuerda.

El despertar fue brutal. Mientras Leandra salía de fiesta, Paula, una compañera de su clase, era notificada de la desaparición de su padre. Aunque los detalles son lejanos, las sensaciones no se olvidan. A 20 años de distancia de aquel momento, Leandra respira hondo: “Un día que yo estaba conversando con Paula, una compañera del colegio que era militante de ‘La Jota’ (el Partido Comunista), le dije que el general Pinochet había hecho cosas muy buenas y que si ese día yo tuviese que votar, seguro lo elegiría a él”. A mitad de la conversación a Leandra se le corta el aire. “Puf”, dice haciendo una inflexión en la voz, y prosigue: “Paula se levantó de su banca llorando y me gritó a la cara que yo no sabía lo que era que un padre desapareciera y luego lo encontraran una semana después con ochenta balas en todo el cuerpo gracias a gente como mi familia. Con un grito aún más fuerte repeló: ‘¡No digas más eso porque tú vives en una burbuja!’”.

Leandra lloró. Corrió. Necesitaba respuestas. “Salí directamente a mi casa para preguntarle a mi madre si era cierto lo que decía mi compañera. Me contestó con una seguridad de plomo: ‘Sí, hay gente que se debe matar, gente que no sirve’”. Ale lo relata con severidad, junta sus manos y agacha la cabeza avergonzada: “Al final mi madre remató todo lo dicho con una pregunta: “¿Y bueno, po, quién los manda a meterse en la política?”.

II

El 11 de septiembre de 2012, justo cuando se conmemoraba el aniversario 39 del golpe de estado en contra del gobierno de Salvador Allende, Ale recorría las calles de Santiago junto a su hija Sofy, de nueve años. Con claveles rojos y velas blancas, los familiares y amigos de los caídos o desaparecidos caminaban gritando la consigna: “Libertad, justicia, memoria”. Cerca de 200 corazones se estremecían al ritmo del silencio que, en contraste, había en las calles. Algo indescriptible hacía que Chile se sintiera diferente a lo habitual y no tenía que ver con la muerte de la afamada periodista Raquel Correa o la del Sapito Livingstone, uno de los máximos ídolos populares del futbol chileno. No, el silencio había sido tomado como un hábito. Las calles en Santiago guardaban un luto indescriptible. El sol había decidido quedarse oculto entre las nubes. Leandra recordaba y lloraba. Sus ojos verdes se llenaron de pequeñas líneas rojas. Una lágrima brotó.

La comitiva arribó al estadio Nacional, un sitio en donde el tiempo se había detenido: las gradas, los muebles y alguna indumentaria de madera rota de más de tres décadas permanecían en señal de que el olvido no es permitido ni natural en Chile. Un coloso intocable. Una costra rasposa. “Entrar fue horrible”, relata Leandra. Ella tenía siete años la primera vez que pisó el lugar. Asistía a clase de nado junto con uno de sus hermanos mayores. “Yo hice natación cuando chica y estuve participando hasta los diez años. Fue un rato, pero juro que jamás vi nada”. Cada uno de sus pasos marcaron algo que no sabe si fue emocional o consecuencia de la culpa: su familia había participado en esto. La sede en donde se debate la pasión por el deporte amado por miles había sido un sitio de violaciones, torturas y sin fin de crímenes durante los primeros tres años de la dictadura. La narración se volvió susurros. Su pecho se contrajo. La energía del sitio era intensa. Luces blancas. Cemento. Rejas. “Caminabas y sentías como que algo te pisaba, no podías ir mas allá”. Leandra se sentía ajena, culpable. Ella nunca supo nada hasta ahora, no sabía en dónde guardar su miedo. Sofy, su hija, miraba sin saber, no entendía las lágrimas ni los jadeos cortos de su madre. Leandra sentía una llama por dentro: por instantes quiso vomitar y salir corriendo. Se quedó en frente de lo que no parecía ser lo que fue: miedo.

Era abril de 1987 cuando el papa Juan Pablo II visitó por primera ocasión Chile. En ésta visita protocolaria de Estado se dirigió a la juventud chilena en el mismo escenario en donde se encontraba Leandra, sólo que 25 años antes, dando un discurso  que cimbró a la comunidad católica partidaria del gobierno militar. Carol Wojtyla describió con exactitud el significado que Leandra sentía en ese instante: “Este estadio, lugar de competiciones, pero también del dolor y sufrimiento”, dijo el papa. Leandra no es católica ni partidaria de la iglesia. Ella simplemente compaginó con la idea por coincidencia, por ser humano, porque la muerte de miles de personas hace un hoyo negro en cualquier individuo.

III

“Estoy contenta cada que me miro al espejo, me gusta lo que veo”. Han pasado cerca de dos semanas desde nuestro último encuentro. Leandra se nota segura, diferente. “Los últimos tres meses han sido  de decisiones”. Su pareja le ha propuesto rehacer su vida después de seis años de no hablarse. Él es padre de sus dos hijos mayores, abogado y trabaja en un centro de salud de atención primaria en la Florida –una comunidad urbana en Chile. “Me ha propuesto trabajar con la condición de que deje el activismo”. Ingresará datos para un programa de salud, estará sentada por más de seis horas seguidas y su actividad primaria será ser burócrata de un sistema al cual no acepta.

 Leandra sonríe: después de años el equilibrio parece llegar por fin. “Es el amor de mi vida”, dice. Sin embargo, la situación a Leandra no termina por satisfacerle. Sabe muy bien que dejará la razón que la hace levantarse cada día desde hace más de un año: la lucha. “Mis hijos son tajantes al creer que no durará, ya nos hemos separado tantas veces que una vez más… bueno, realmente no importa”.

Leandra es una madre orgullosa. Mientras caminamos por el centro de Santiago me muestra por celular la última fotografía de su hija Sofy: la niña, de no más de un metro treinta, no está vestida de princesa ni de hada ni enseña gustosa una muñeca o su boleta de calificaciones. No, Sofy está encapuchada frente al Palacio de la Moneda con una cartulina que muestra un dibujo de una mano con el dedo medio levantado. Leandra no oculta sus  ideas frente a sus  vástagos por miedo a la imitación. Cuenta la forma en la que su hija superó el trauma de la agresión que sufrió a manos de un carabinero a caballo el año pasado y cómo su hijo, de 15 años, está decidió a ser un bailarín.

Leandra se prepara para lo que será su última marcha: “Escribí por Facebook que saldría un poco de mis actividades en la Corpade y al menos tuve unos 50 comentarios de niños que me decían que me quedara ahí. Que sin mí  no sería igual”. Mientras los mexicanos celebrábamos el Grito de Independencia, Leandra recibía a 20 niños en su casa, que habían llegado exclusivamente a despedirla con un asado. “No te miento, hubo lágrimas y abrazos. Sentí y siento un nudo en la garganta”.

Pasar a la historia no es una tarea sencilla y cada cual está en su derecho de intentarlo como pueda. La fotografía de Ale no se verá más allá de los álbumes familiares; los libros de texto educativos no hablarán de la ocasión en la que su hijo salió en la portada de The Clinic ni cuando un carabinero le golpeó la pierna. No será conocida a nivel internacional y quizá tampoco salga en una portada de Time. Sin embargo, con etiquetas o sin ellas, Leandra dice con entusiasmo: “Hacer algo que te apasiona es un desafío día a día”. Pero ahora todo ese optimismo parece inútil, o al menos tendrá que ser reducido a momentos específicos. 

Decidir el futuro, saber que todo será seguro, es difícil para Leandra; en un lado de la balanza se encuentra su familia, su realización como mujer, y en el otro la culpabilidad de haber estado cegada durante tantos años. ¿Qué se hace ante esto? Leandra ha dejado de comer carne, ha dejado de creer en los hombres, ha dejado la integridad de su casa a merced de los ocho perros que ha adoptado. Y ha dejado las manifestaciones para horarios después del cierre de oficina.

Ahora Leandra tendrá por fin un horario fijo. Trabajará de 8 de la mañana a 6 de la tarde y descansará los fines de semana. Ya no habrá llamadas en la madrugada ni constantes visitas a la comisaría y, si las hay, ella buscará quién pueda auxiliar al niño o niña que piden su ayuda. Leandra tendrá prestaciones, un buen sueldo y por fin tendrá un nombre para su profesión: almacenista de datos.

Esta vez la plática con Leandra ha sido diferente. En su Facebook ya no aparecen imágenes de marchas estudiantiles o de conciencia. Ahora ahí, en ese espacio, la temática ha cambiado por fotografías de su pareja e hijos, o incluso de ella. Las cosas han cambiado en su vida y no es para menos: sus prioridades ya son otras. Quizá le haga feliz. O no. Ella dice estar satisfecha, pero no plena. Todo por lo que alguna vez Leandra luchó sigue allá afuera esperando a que un día no vuelvan  sus fantasmas para atormentarla, como antes le sucedió.

1 comentario

  1. me gusto arto la historia
    me gusto arto la historia …pero leandrita nunca vuelvas con un ex es lo peor es mejor conocer gente nueva komo yo JA,JA,JA…..

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