Potencia musical

EnnioMorricone

Potencia musical

– Edición 422

La música es provechosa para caracterizar a los personajes, estructurar el relato y darle continuidad y unidad. Michel Chion, especialista del sonido en el cine, va más lejos aún y especula sobre la posibilidad de que la música restituya la vastedad que el espacio pierde al ser fragmentado en planos

En sus inicios, la música era la inspiración de Wim Wenders; incluso confesó que la motivación de su primera película, Verano en la ciudad, eran “las ganas de poner en pantalla mi hit parade de la época, con una historia que además permitiera incluir numerosas canciones”. “Casi todas las películas mejoran con una buena partitura musical”, señala por otra parte Sidney Lumet en su revelador libro Así se hacen las películas. Añade que, “para empezar, la música es una manera de tocar la fibra sensible de la gente”.

No menos importante es su función rítmica. No es extraño ver películas, sobre todo de cineastas poco dotados y en particular de algunos debutantes, que recurren a la música a cada rato porque son incapaces de sostener un ritmo con la imagen y el montaje, y la música es útil para aligerar el tiempo de proyección… y para aplazar los bostezos.

La música además es provechosa para caracterizar a los personajes, para estructurar el relato y darle continuidad y unidad. Michel Chion, especialista del sonido en el cine, va más lejos aún y especula sobre la posibilidad de que la música restituya la vastedad que el espacio pierde al ser fragmentado en planos, e invita a “preguntarse si, de una manera más general, la música no responde también, desde el cine mudo, a esta necesidad de agrandar subjetivamente el cuadro estrecho del cinematógrafo y de restituir un espacio mental más grande”.

El potencial musical es grande, y cuando cae en buenas manos los resultados son memorables: en el cine también la música es cuestión de autor…

 

Música, maestro

No están todos los que son, pero los que aquí están sí son grandes autores, están vivos y siguen dando brillo a la música para cine. No obstante, sería insensato no hacer mención, por lo menos, de algunos de los ausentes de este personalísimo y cuestionable top ten, como Philip Glass (responsable de algunas atmósferas de Kundun) o Danny Elfman (quien multiplica la fantasía del cine de Tim Burton).

También es oportuno recordar los aportes de algunos de los que ya se fueron: la nostalgia de Nino Rota, colaborador inseparable de Fellini; el brío que Bernard Herrmann imprimió al cine de Hitchcock; el dramatismo de Sergei Prokofiev, quien estableció una rica colaboración con S. M. Eisenstein en Alexander Nevski, y así como el músico compuso algunos pasajes a partir de una edición ya armada, el realizador montó algunos fragmentos sobre las partituras. Se apoyan, así, “el movimiento de la música” y “los contornos visuales”. El resultado es tan potente, que para Lumet es “la única banda sonora […] que se sostiene por sí sola”. Incluso afirma que cuando escucha la música “en una grabación, la secuencia empieza a correr por mi imaginación”.

Mención aparte merecen algunos músicos que han hecho carrera en el folk o en el rock y que, además de aportar canciones, ocasionalmente han compuesto música para cine (scores): Bob Dylan, quien musicalizó Pat Garrett y Billy the Kid de Sam Peckinpah, en la que además actuó; Stewart Copeland, quien imprimió a La ley de la calle de Francis Ford Coppola, ritmo y emotividad; Peter Gabriel, que en La última tentación de Martin Scorsese entregó uno de los soundtracks más memorables. m

 

Ennio Morricone (Italia, 1928)

En sus scores reina la orquesta en todo su esplendor, al igual que, a menudo, voces de diferentes tesituras. En ellos se escucha una meritoria diversidad, pero siempre enchinan la piel. Recordemos la épica visual y sonora de La misión de Roland Joffé, el humor presente en El bueno, el malo y el feo de Sergio Leone, la nostalgia de Cinema Paradiso de Giuseppe Tornatore. A lo largo de más de 50 años se ha involucrado en casi 500 películas. Oscar y Venecia han reconocido su trayectoria. Es un clásico del género, un referente infaltable. Es más, es un género.

 

John Williams (Estados Unidos, 1932)


Sus músicas son conocidas y reconocidas, y las han celebrado numerosos cinéfilos por más de tres décadas. Seguramente nadie ha sido indiferente a las letras que viajan por el espacio mientras su score inunda el espacio sonoro en el inicio de cada episodio de La guerra de las galaxias. ¿Cómo olvidar el sobresalto que provoca la bestia cuando ataca en Tiburón? Los fanáticos del maguito vibran al ritmo que él les toca en Harry Potter. Oscar lo nomina a cada rato y le ha dado cinco estatuillas. Y Williams, siempre fiel, regresa cada año con más brío.

 

Eleni Karaindrou (Grecia, 1939)

Es una estudiosa de las músicas tradicionales de su país. Ha incursionado lo mismo en la televisión y el teatro que en el cine. Es particularmente conocida y celebrada su larga colaboración con su paisano Théo Angeolopoulos. En la banda sonora de las cintas de éste, la música refuerza la gravedad de la historia y la Historia, los afanes trágicos y oníricos de la imagen. También ha colaborado con Margarethe von Trotta en L’africana y con el documentalista Christian Frei en Fotógrafo de guerra. Con ella, el folclore alcanza densidad y emotividad.

 

Michael Nyman (Inglaterra, 1944)

A él no sólo se debe el término “minimalista”, sino que es uno de sus exponentes más brillantes. Si bien es cierto que tiene una larga trayectoria con su grupo y que incluso ha hecho sus propias películas, es célebre por las músicas que aportó a buena parte de la filmografía de Peter Greenaway. Su éxito mayor está en El piano de Jane Campion, pero no menos ruido hizo en Gattaca de Andrew Niccol y El decadente de Laurence Dunmore. Fanático del tempo galopante, su música rara vez provoca suspiros: su rúbrica queda impresa en la aceleración cardiaca.

 

Joe Hisaishi (Japón, 1950)

Es un colaborador de cabecera de Take-shi Kitano y Hayao Miyazaki. Su “paleta” es amplia, y lo mismo concibe partituras pertinentes para el thriller que para la fantasía y la épica. Es inolvidable su aliento en Fuegos artificiales y El verano de Kikujiro, del primero, a La princesa Mononoke y El viaje de Chihiro, del segundo. Recientemente su ahínco empujó al Oscar a Violines en el cielo. Su música otorga densidad a las imágenes que acompaña y llega a las fibras más anquilosadas. Es el paroxismo en la sala de cine… y la de concierto.

 

Gustavo Santaolalla (Argentina, 1951)

En su natal Argentina y en Estados Unidos vivió éxitos y fracasos con más de una banda. Mas fue en Amores perros de Alejandro González Iñárritu donde el mundo del cine “descubrió” su talento. En adelante no sólo es un inseparable colaborador del cineasta mexicano, sino del brasileño Walter Salles: Diarios de motocicleta alcanzó para el Oscar, reconocimiento que también obtuvo con Secreto en la montaña de Ang Lee. Se volverá a hacer oír en En el camino, dirigida por Salles e inspirada en la mítica novela de Jack Kerouac. Ya oiremos cómo camina…

 

Alberto Iglesias (España, 1955)

Su trabajo se escucha regularmente en las películas de Pedro Almodóvar, Icíar Bollaín y Montxo Armendáriz. Por lo general está entre los aspirantes al Goya, y a menudo sale de las ceremonias de entrega con una estatuilla en las manos. Su internacionalización le ha valido reconocimientos: en Venecia por Sendero de sangre de John Malkovich y en Cannes por El jardinero fiel de Fernando Meirelles. De su trabajo en la más reciente entrega de Almodóvar, La piel que habito, el cineasta ha dicho que es como una segunda piel. Tal vez de eso se trate la música en el cine.

 

Zbigniew Preisner (Polonia, 1955)

En un pasaje de Azul de Krzysztof Kieslowski, el sonido es primero imagen: mientras se garabatea en el papel pautado, se escucha lo que se va escribiendo. Imagen y sonido aquí se conjugan de forma prodigiosa. El responsable de las partituras es Zbigniew Preisner, quien colaboró con Kieslowski en el famoso Decálogo y en Tres colores. Con The Island on Bird Street del danés Søren Kragh-Jacobsen, obtuvo el Oso de plata en Berlín. Preisner estudió filosofía, y en sus músicas queda claro que conoce los fundamentos de la emoción.

 

Carter Burwell (Estados Unidos, 1955)

Es miembro distinguido de la “familia” de los Coen desde que éstos dieron sus primeros pasos. Se ha involucrado lo mismo en proyectos independientes (Los niños están bien) que en “fantásticos” romances light (Crepúsculo). Desde su punto de vista, en las películas hay más música de la necesaria. Cree que “si los botones de la gente son tocados de forma predecible, se les priva de la posibilidad de tener experiencias nuevas y tal vez iluminadoras”. Por eso explora cosas diferentes: “Es mi obligación artística”. Es, pues, tan responsable como buen músico.

 

Alexandre Desplat (Francia, 1961)

A la fecha acumula más de cien contribuciones al cine. Inició su carrera en su natal Francia, pero recientemente ha participado en numerosas cintas británicas (La reina, El discurso del rey) y estadunidenses (El curioso caso de Benjamin Button). Le gusta trabajar cerca del realizador y confiesa sentirse más cómodo si parte de un soporte visual; por eso no procura tanto la música para concierto. Es ya un invitado habitual de Oscar, y por De battre mon coeur s’est arrêté de Jacques Audiard obtuvo un Oso de plata en Berlín.

MAGIS, año LX, No. 498, marzo-abril 2024, es una publicación electrónica bimestral editada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente, A.C. (ITESO), Periférico Sur Manuel Gómez Morín 8585, Col. ITESO, Tlaquepaque, Jal., México, C.P. 45604, tel. + 52 (33) 3669-3486. Editor responsable: Humberto Orozco Barba. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2018-012310293000-203, ISSN: 2594-0872, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Responsable de la última actualización de este número: Edgar Velasco, 1 de marzo de 2024.

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