La sobreabundancia de información en la coyuntura de una epidemia global es un problema tan preocupante como la enfermedad misma: socava la confianza pública y, con ello, las medidas de salud y la fortaleza de la democracia
Llegó un momento en que desapareció el letrero que estaba pegado en la tienda de abarrotes, acá en la colonia Ayuntamiento, cerca de la Glorieta Colón, en Guadalajara: “Usa cubrebocas, mantén sana distancia, que sólo ingrese una persona a hacer las compras”, etcétera. Desde detrás de una mampara transparente patrocinada por una refresquera, la señora de la tienda confesó que se había hartado de comprobar que sus clientes no respetaban las recomendaciones y prefirió quitar el cartel: “Haz de cuenta que esto no se va acabar nunca y que ya se les olvidó a todos”, admitió frustrada. “La gente ya se acostumbró”.
Por años, cuando nos remitamos a 2020, recordaremos como uno de nuestros principales fracasos la debilidad de las estrategias de comunicación desplegadas para enfrentar la pandemia por el virus Sars-Cov-2: la extraordinaria situación multiplicó su impacto con la rápida capacidad de difusión de información falsa, de mentiras crasas y de especulaciones y rumores, mientras los gobiernos se las ingeniaban para generar mensajes y campañas que convocaran a sus ciudadanos a cumplir con restrictivas medidas de emergencia y a que, además, lo hicieran de buen modo: solidarios, pacientes, obedientes y productivos.
En la mayoría de los casos, los gobiernos perdieron esa carrera, o quizá la tenían perdida desde el principio: las estrategias informativas para enfrentar 2020 resultaron demasiado complejas. Mucha gente se cansó del relato imperante, y sólo en algunos pocos casos dio vuelta a la página de formas constructivas. Quizás en 2021 se note qué aprendimos.
Sin embargo, la idea de que terminemos por acostumbrarnos resulta inaceptable. La puerta está abierta para la compleja labor de transformar nuestras lógicas de producción, distribución y consumo de información: la infodemia, ese fenómeno caracterizado por el exceso de información —correcta o no—, es uno de los mejores desafíos.
Más informados, peor informados
Cuando el virus que causa la covid-19 ya había sentado sus reales en el mundo en 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) bautizó como infodemia a la sobreabundancia de información en el contexto de una pandemia, alimentada por la nociva velocidad de la información falsa: la viralización que asociamos principalmente a plataformas digitales como las redes sociales y servicios de comunicación.
En actividad paralela a la del virus, la infodemia aprovecha nuestros hábitos cotidianos y las tecnologías que hoy nos son tan familiares para penetrar nuestros hogares, nuestras familias, nuestras prácticas y nuestros hábitos. Nos hace confundir avisos urgentes, como los relativos a la necesidad de usar cubrebocas, con el chisme de que hacer buches con cloro protege del coronavirus.
Esto no ocurre sólo velozmente, sino también con contundencia y, al parecer, en cualquier espacio social: un estudio que monitoreó reportes de rumores y ejemplos de información falsa en la prensa internacional halló más de 2 mil 300 casos en 87 países y 25 idiomas diferentes, tan sólo en los primeros cuatro meses de año 2020.
El principal efecto viral del exceso de información es que cancela nuestra facultad fundamental de escoger, de tomar decisiones: requerimos información de tal calidad que sea transparente, sólida y clara, pero también de acceso sencillo. Cuando no podemos distinguir lo relevante de lo superfluo, lo verdadero de lo falso, la incertidumbre resultante nos orilla a no elegir o, incluso, a suspender algunas herramientas de juicio crítico. ¿Quién va a querer ponerse las primeras vacunas, si la nota mejor colocada en Twitter el 23 de noviembre nos contó cómo un laboratorio admitió que se equivocó en las dosis que usaba con sus sujetos de estudio, aun cuando no no produjo efectos adversos sino hasta benéficos?
La infodemia trae, pues, un efecto de socavamiento de la confianza, que es indispensable para el diálogo público. Nos acostumbramos por décadas a fuentes unidireccionales de información pública —uno o dos noticiarios nacionales, gobiernos que siempre estaban de acuerdo, instituciones fuertes dignas de nuestra credibilidad—, pero sucesos como la pandemia nos sorprendieron con los dedos en la puerta: en el siglo XXI una importante mayoría de ciudadanos no cree en los medios de comunicación ni en el periodismo, que deberían ser los mejores interlocutores —los mediadores más importantes— entre los ciudadanos y los demás actores públicos. La paradoja es que nunca, como ahora, hubo tantas posibilidades de hacer periodismo de gran calidad.
Ese problema parece menor hasta que uno advierte el tremendo impacto de la desconfianza pública, ya no sólo en periodistas o medios, sino también en médicos, enfermeras, epidemiólogos, especialistas en salud pública, laboratorios y farmacéuticas: el problema en coyuntura de pandemia se agrava así y motiva que los ciudadanos crean en teorías de la conspiración, recurran a remedios caseros e ignoren el llamado a quedarse en casa para evitar los contagios. Y así la infodemia se convierte en una aliada central de la epidemia mundial.
Hay más información que nunca, y nunca como ahora tuvimos tan poderosas plataformas de uso masivo en el centro de nuestra vida cívica y cultural: WhatsApp, YouTube, Facebook, Twitter, Instagram y demás. Pero la pandemia nos hizo advertir que, en casos como éste, cantidad no es necesariamente sinónimo de calidad. ¿Quién nos ayuda a escoger la información? ¿Quién nos ayuda a discriminar, a separar paja de trigo? Y más todavía: ¿quién nos ayuda a aprender a usar estas aplicaciones, cuando está claro que son herramientas poderosas y útiles, pero también pueden ser magníficos caldos de cultivo para la desinformación? ¿O tenemos, sin más, que acostumbrarnos y sentarnos a esperar que todo haya pasado?
Contra la democracia
La infodemia revela no tanto la fragilidad de la verdad como el extraordinario desafío de que nos responsabilicemos de construirla y sostenerla.
Las tradiciones estadounidense e inglesa del periodismo, de tanta influencia en México, enseñan que éste se dedica a defender la verdad y que con eso protege nuestro pacto social fundamental, que es la democracia. La fórmula sería: el periodismo registra acontecimientos de interés colectivo y, mediante metodologías rigurosas de verificación, produce relatos de valor público. La verdad hecha pública produce diálogo y confianza. Los ciudadanos bien informados vigilan a sus gobiernos y les exigen cuentas. Sin periodismo, según la conclusión clásica, no hay democracia. Por mucho que los gobiernos más progresistas pretendan garantizar el derecho a la información.
En contraste, desde los atentados terroristas de 2001 hasta el Brexit o las elecciones de 2016 en Estados Unidos, pasando por los discursos populistas que animaron las alternancias políticas durante esta década, el siglo xxi no ha hecho sino recordarnos que la mentira y la propaganda son herramientas baratas y eficientes para ganar elecciones y dominar los debates públicos. Es más fácil motejar de enemigos públicos a los periodistas que ofrecer explicaciones, generar mecanismos formales de transparencia y favorecer la rendición de cuentas y la justicia. Y, como demuestran los 70 millones de votos para Donald Trump en noviembre de 2020, las mentiras y bravuconadas son, además, populares.
El resultado es que millones de ciudadanos no tienen acceso a datos confiables para tomar decisiones, o están tan cansados del exceso de información que prefieren no informarse. ¿Quién puede tomar una postura absoluta al respecto del número de muertos por covid-19 en México? ¿Quién puede aventurar afirmaciones categóricas acerca de las políticas públicas de un gobierno estatal o de otro? ¿Quién puede defender con datos confiables que se abran estadios de futbol o se clausuren escuelas, paseos ciclistas y recintos culturales?
En el fondo, el problema de la infodemia es que alimenta la apatía y la inacción, y con eso agrava la vulnerabilidad de quienes ya padecen desprotección y desatención de los gobiernos: es una amenaza para los derechos humanos y, en específico, para el derecho a la salud.
Todos los esfuerzos de 2020 para combatir la infodemia advierten que es quizás imposible eliminarla por completo: es un efecto colateral de la pandemia, que viene acompañada de angustia y de caos. Y advierten, también, que la meta es gestionarla: generar estrategias para poner información confiable y clara al servicio de ciudadanos que la encuentren con facilidad, que identifiquen en su constancia y su transparencia valores insuperables ante las alternativas que ofrezcan otras fuentes, y que vayan desarrollando poder: el de aquellos actores públicos capaces de distinguir entre una mentira, una bravata, un bulo ridículo, un meme malintencionado y una noticia de verdad. En la medida en que, quizá con lentitud, algunos pocos ciudadanos comienzan a pensar dos veces antes de compartir un contenido viral, ocurren algunos cambios; los más importantes se dan cuando los mismos ciudadanos desarrollan hábitos de consumo informativo conscientes y críticos. En muchos casos, la pandemia quizá sólo sirva para iluminar ese largo trabajo pendiente.
La pandemia es una coyuntura de crisis. Ha cobrado cientos de miles de muertos en el mundo, sabemos que México es uno de los países más lastimados y más vulnerables,4 sospechamos que la idea de la “nueva normalidad” es en realidad el aviso de que no se nos concederá un mundo renovado, sino que tendremos que construirlo. El reto incluye también a nuestra cultura informativa, a nuestra relación con la verdad respecto de lo público: si nuestros gobiernos y los medios de comunicación no aprovechan tan singular oportunidad, quizá debamos hacerlo los ciudadanos. La otra opción es que nos gane el hartazgo, dejar que se nos olvide, acostumbrarnos, como si esto no fuera a acabarse nunca. .
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