Uno de los principales atractivos del Festival Internacional de Cine de Morelia es la inclusión en su programa de películas que participaron en diversas secciones del Festival de Cannes. En la edición de este año aparecen, entre otras (y entre las que he podido ver): la ganadora de la Palma de Oro, El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011), el quinto y más reciente largo del norteamericano Terrence Malick; La piel que habito (2011) de Pedro Almodóvar y Le Havre del finlandés Aki Kaurismäki, que se llevó el premio de la crítica internacional (FIPRESCI). (La gran ausente, es imperioso consignarlo, es Melancholia de Lars von Trier.) En mayor o menor medida los tres realizadores son fieles a sus constantes y estilos. Pero los resultados no necesariamente alcanzan las alturas de entregas previas.

            Fiel a su costumbre, Kaurismäki encuentra a sus personajes en el margen. Ahora viaja al puerto normando de Le Havre, filma en francés y registra las vicisitudes de un exvagabundo hombre mayor que trabaja como bolero y comparte la vida con una inmigrante que habla con fuerte acento. En su vida aparece, sin buscarlo, un ilegal chamaco africano y, lejos de entregarlo a la policía, le ofrece hospedaje y protección. Mientras, su mujer, desahuciada, inicia un tratamiento en el hospital. El finlandés propone largos planos, a menudo estáticos, mientras va labrando una calidez portentosa que avanza de la mano de un humor diáfano que, con sencillez, se mueve en los márgenes del absurdo. Así le da vida y voz a un grupo de personajes solidarios que se acercan a la vejez. Al final, se impone un aliento de generosidad (y sí, es justo consignarlo, un final feliz). Y entre tantas miserias que consigna la prensa y recoge el cine, se agradece.

            Almodóvar se inspira en la novela Tarántula del francés Thierry Jonquet y sigue los pasos de un cirujano que, gracias a la transgénesis, ha desarrollado una piel artificial para uso humano. Experimenta con una joven que tiene secuestrada. En el camino hay desvíos por la irracionalidad y se revelan algunos secretos del pasado que ofrecen más de una vuelta de tuerca y un montón de pasiones soterradas. Almodóvar propone una serie de reflexiones que giran alrededor de la vida y la muerte, del acto creador y del asesinato. El manchego transita por el drama y el thriller y tiende puentes con el Frankenstein de Mary Shelley. Es indudable que hay una serie de momentos afortunados, pero no termino de asimilar los cambios de tono: no sé si reír o llorar con algunos giros propuestos; también me parece que algunos desvíos alargan innecesariamente la cinta. Al final la película me deja en la indiferencia. Para mí, La piel que habito es una película menor del cineasta.  

            Malick propone una serie de viñetas (más que una historia clásica sustentada en la causalidad) que dan cuenta de la vida de una familia en los años cincuenta. Pero también vemos los padecimientos del hijo mayor en tiempo presente, quien se remonta al inicio de los tiempos para conciliar la herencia de su madre (que aspira a la gracia y vive un idilio con su vida y la que ha procreado: tres hijos) y la de su padre (que es presa de los impulsos de la naturaleza y vive en la frustración). Una tragedia familiar rompe el orden, y hay que escrutar al cosmos para encontrar respuestas. El norteamericano propone una aventura de filosóficas (y teológicas) proporciones que avanza gracias a la movilidad de la cámara (y al notable trabajo con la luz del mexicano Emmanuel Lubezki). Por momentos la cinta es repetitiva (nos podría haber ahorrado algunas etapas de lo que es casi un documental sobre el origen del hombre), pero la experiencia que uno vive a lo largo de más de dos horas hace sensible la otredad, esa que bien podríamos llamar espiritualidad.