Esta semana ingresa a la cartelera comercial El listón blanco (Das weiße Band – Eine deutsche Kindergeschichte, 2009), la más reciente entrega de Michael Haneke. El estreno es notable por más de una razón: porque se trata de una obra maestra (otra) del genial alemán y porque las películas que han obtenido la Palma de Oro en Cannes, como es el caso, muy rara vez llegan a los grandes complejos de las minisalas (por lo general su destino está en la Muestra Internacional de la Cineteca).

Haneke es una especie de espeleólogo al que gusta explorar las profundas cavidades del humano comportamiento. Su filmografía es habitada por una búsqueda constante del origen: de la violencia, del resquebrajamiento de las relaciones humanas, de la desconfianza. En El listón blanco registra una serie de eventos desafortunados que se presentan en una comunidad del norte de Alemania y que inician en julio de 1913: inesperadamente el médico sufre un accidente en su caballo, ocasionado por un alambre que alguien colocó; el hijo del Barón (quien emplea a la mitad de la gente) es golpeado brutalmente; la mujer de un granjero muere en condiciones sospechosas.

El listón blanco al que alude el título es utilizado por el pastor protestante de la comunidad para que sus hijos recuerden la inocencia y la pureza, y se convierte en una pálida ironía de cara a lo que sucede en el lugar. Tratándose de Haneke es inútil esperar que la película tenga como objetivo desenmascarar al culpable, que dé cuenta de las pesquisas que llevan a él: si al cine norteamericano le gusta singularizar el mal y presentarlo como una desviación que padecen individuos concretos (que el espectador no se sienta aludido por favor, si no tal vez ya no regrese al cine), Haneke apuesta por la ambigüedad, por no ofrecer un final tranquilizador y por implicar a más de uno: así, el asunto es inquietante y sus repercusiones cobran gravedad; y es tortuoso mirarse en ese espejo.

Así como en Observador oculto (Caché, 2005) exploraba las raíces del malestar conyugal, en El listón blanco explora las raíces del mal. Explica Haneke: “La idea inicial es mostrar, por medio de un grupo de niños, lo que pasa cuando se erigen como principio absoluto ciertas ideas, métodos o convicciones. Es incluso el origen de toda forma de inhumanidad y de terrorismo”. Más que ir tras las raíces del nazismo, como algunos críticos sugieren, el asunto “está ligado al hecho de que una ideología, un principio o una religión se convierten en el fundamento de todo, el modelo exclusivo. Y de ahí pronto derivan la perversión y la inhumanidad”. Y la rigidez de los adultos, que padecen los chamacos, los abusos de los padres, que sufren los hijos, la negación de los impulsos que los chicos se ven obligados a hacer por cortesía de los grandes, todo esto es un propicio caldo de cultivo para el mal.

Haneke asume una actitud contemplativa: mueve poco la cámara y filma planos largos (a menudo los personajes entran o salen del espacio filmado, dejando vacíos inquietantes). Apuesta, además, por una luz contrastante (sobre todo en interiores) y la elegancia y densidad del blanco y negro; por un uso sugerente del sonido en off (hay numerosas acciones que oímos pero no vemos; es perceptible el ánimo de novelar el relato mediante un narrador que, tiempo después, recuerda y nos comenta lo que vemos), que es pertinente para echar a andar la imaginación del que escucha, y que lleva ciertos pasajes al terreno del terror. El dispositivo es provechoso: crea angustia mientras la violencia, que se siente, es la mayor parte del tiempo latente (y la angustia ofrece un buen pretexto para la reflexión): Haneke sabe cómo tratar la violencia (que rara vez con él es gráfica pero siempre es brutal) y cómo sacudir incluso a un espectador que es indiferente al gore. Y el resultado es, una vez más, genial.